V. Esgrima

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- Levanta.

Una certera estocada le había derrumbado. Valentine no podía concentrarse en las prácticas de esgrima. Lo intentaba, pero cada vez que Rhadamanthys le escrutaba con su innata seriedad, las piernas se le tensaban y la zurda que sujetaba la espada perdía la rapidez de reacción que su mentor le exigía.

- Volvamos a empezar. Y concéntrate, Valentine. Hoy ya te habría matado tres veces.

El muchacho asintió. No se quejó al momento de alzarse y erguirse de nuevo en posición. Las altas expectativas que Rhadamanthys vertía sobre él no admitían tal debilidad.

El sudor, fruto del sol de agosto y del empeño acumulado, se deslizó picarón por la sien de Valentine. Él no era el único en sufrir las consecuencias naturales de su entrega. Frente a su evasiva mirada, empuñada por una extraña vergüenza, el fuerte pecho de su señor lucía brillante. Las telas de fino lino blanco, húmedas de esfuerzo, se adherían deliciosas a él. Valentine intentó no mirarle, o no hacerlo con ese magnetismo que le dominaba el norte. Ladeó el rostro, alzó el hombro, levantó levemente el brazo y se secó el sudor que cosquilleaba por su encendida mejilla.

Rhadamanthys aguardaba, presto a arrancarle una defensa que al menos intentara convertirse en ataque. Que le hiciera retroceder. Si Valentine no reaccionaba velozmente, esa tarde ya acumularía su cuarta muerte.

El campo de batalla jamás sería tan misericordioso.

- Ataca - Valentine lo demandó tragando saliva, sin decidirse en qué pie recargar el soporte de su nervioso cuerpo, evitando engancharse a ese ámbar que siempre le analizaba. Que siempre esperaba más de él. Aunque jamás como él deseaba.

Rhadamanthys le complació antes que Valentine fuera capaz de aguantarse la respiración. El ímpetu y la destreza del inglés le ganaron tres pasos, le regalaron un torpe traspié y le recostaron de nuevo y sin piedad sobre un lecho de yerba tierna. El filo de la espada amenazaba su garganta, y las piernas de Rhadamanthys, firmes e imponentes una a cada lado de su derrotado cuerpo, le recordaban su perenne inferioridad.

- La guerra sólo te permitirá morir una vez - la punta de la espada se posó bajo el mentón de Valentine, alzándole el rostro con altivez. El sol tras la figura de Radamanthys ensombrecía su abrumador perfil, y parecía agravarle aún más la voz-. Te creí más fuerte. Ahora sé que me equivoqué.

Rhadamanthys le hería. Constantemente. No eran sólo las palabras de desprecio que práctica tras práctica le ofrecía a través de los años. Era su indiferencia la que más le laceraba. Y aún por encima de ella, esa sonrisa presa, vetada y prohibida. Para la lealtad de su adolescente alma, su señor lo representaba todo. Para el despertar de su corazón, tan sólo una quimera existente en sueños y fantasías. Una quimera que sabía sonreír, pero que sólo ofrecía dicho privilegio entre los callejones del pueblo, ahogando con ella las notas de un maldito violín.

- Soy fuerte. Seré un buen soldado.

- Entonces, demuéstramelo -el mortal filo seguía rozando su mentón, y la amenazante postura de Rhadamanthys, inmóvil sobre él, le advertía que ningún enemigo jamás le regalaría tiempo de recuperación.

Sus miradas se encontraron. Contraídas, desafiantes y dolidas.

A Rhadamanthys le enervaba la supuesta falta de aptitud y determinación. A Valentine le hería que jamás viera en él algo más que otro animal en adiestración.

Fue rápido. Más de lo calculado por ambos. Un movimiento de pierna, un golpe seguido de un empujón de la planta del pie contra el muslo carcelero, un veloz retroceso sobre el pasto con afianzamiento de espada incluido, un alzamiento y una serie de blandidas y estocadas propinadas a discreción.

Rhadamanthys retrocedió. Tuvo que defenderse y, por primera vez, hacerlo de verdad. Un cúmulo de extrañas sensaciones fueron las que tomaron el control de Valentine, quien finalmente acabó de pie mientras su mentor se precipitaba de espaldas al riachuelo.

Valentine quiso reír.

La visión escenificada frente a él lo merecía, pero la húmeda y fruncida mirada que le dedicó Rhadamanthys desde las bajezas del agua le robó toda espontaneidad.

- No rías aún. Sólo me has derribado.

Su voz emergió gruesa y grave. Como siempre. Pero bajo los mojados mechones dorados, algo en sus labios se esbozó.

LealtadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora