VII. Tablas

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No supo cómo pasó. Sólo que pasó.

La práctica de esgrima se había dilatado en el atardecer. Las tablas que presentaba consiguieron que quien negara rendición y deseara seguir hasta erigirse vencedor fuera Rhadamanthys. Valentine estaba evolucionando con el dominio de la espada con la misma velocidad que su cuerpo caminaba hacia la adultez y su rostro comenzaba a perfilarse más anguloso, menos infantil, sumamente atrayente.

No importaba que la oscuridad ya se hubiera adueñado de la naciente noche. La luna llena iluminaba su campo de batalla imaginario. A sus ojos, acostumbrados a la progresiva penumbra, no les hacía falta nada más.

Rhadamanthys aún no había conseguido derribar a Valentine. Durante esa larga tarde no le había presentado ninguna muerte, aunque sí había visto deslizarse ante su aguda mirada la amenaza de la propia. Su orgullo comenzaba a sentirse herido, y la sonrisa de satisfacción que Valentine no conseguía reprimir cada vez que le obligaba a un retroceso, le retaba implacable los instintos de vencer.

Si Rhadamanthys no mentía en las palabras, menos aún en las acciones. Necesitaba vencer ese duelo, confirmarse por encima de su pupilo, quien en secreto le hacía sentir profundamente orgulloso; Valentine había aprendido, y mucho, detalle que le daba fe de los frutos que su severo entrenamiento de años había ofrecido. Pero aún era joven. Muy joven y en exceso confiado, sobre todo en los momentos que el nacimiento de su propia sonrisa de triunfo le robaba la concentración y le tornaba vulnerable y vencible.

Los dos pasos que Rhadamanthys retrocedió ocasionaron la muda entonación de victoria del menor. Su todavía intacta inocencia le desarmó ante la inminente "muerte" de su mentor. Le debilitó la empuñadura de la espada y le hinchó los pulmones de una prematura satisfacción.

Valentine bajó las defensas que magistralmente había mantenido en alto toda la tarde. Y Rhadamanthys no lo desaprovechó. Atacó. Con todas sus fuerzas, calibrando por primera vez los movimientos de Valentine como si se trataran de los de un digno rival.

Un árbol contuvo la embestida definitiva. La espada de Rhadamanthys se podría haber hundido en el estómago de su pupilo, pero fueron sus ambarinos ojos los que se clavaron profundos en la devoción que, eterna, le profesaba la mirada de Valentine.

- Bajaste la guardia - la espada de Rhadamanthys rozaba el agitado torso de Valentine, magnetizado por una mirada que le acechaba de cerca.

Peligrosamente cerca.

- Te dejé vencer...- susurró el muchacho, luciendo una sonrisa ladeada que atrapó sin piedad la atención de su mentor.

- Esto nunca te lo enseñé. Jamás muestres misericordia a un enemigo. La misericordia es débil...

- Pero es humana.

Rhadamanthys fue desarmado al instante. Valentine aún creía en ese concepto inherente al alma. Y con su candidez osó recordarle que sí...que aún eran humanos...y que quizás siempre lo serían. Pese a las futuras batallas y la sangre que espesa se derramaría en ellas.

Quiso reprenderle. Endurecerle el espíritu. Borrarle esa luminosa sonrisa con la severidad de su mirada.

No pudo hacerlo con palabras.

Tuvo que erosionar la propia sonrisa, intrusa en sus labios, sellándolos sobre otros dispuestos a ser besados.

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