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Sería raro que te siguiera esa misma tarde después de la campana, justo cuando todos han desaparecido y solo quedaras tu en el aparcamiento.

Α menudo me pregunto porque esperas α estar solo para empezar α dirigirte α tu respectiva casa.

Eso es jodidamente extraño.

Te sigo cada tarde, te observo detrás del cristal de mi coche, pero hoy no me apetece presenciar tus rarezas; así que detengo el auto justo cuándo vas α cruzar la calle.

Te pones pálido cuando el coche negro intercepta tu paso, y aún más cuando ves que soy yo quién lo dirige.

Serías un buen actor, estoy seguro.

Frunzo el ceño y solo soy capaz de saludarte con un leve movimiento de cabeza, el cual correspondes con uno de más torpe.

- Sube.

- ¿Qué?

Mi expresión decae más y eres capaz de notarlo, así que simplemente asientes y entras.

Suspiro con alivio cuando te tengo al fin α mi lado. No lo muestro, pero eso provoca mucha felicidad en mí, ya que ambos habíamos esperado mucho para esto.

- Mi casa...

- Se dónde vives, Louis. — Te corto yo.

Me cabrea que no lo asumas.

Aprieto el volante, tornando mis nudillos de un blanco roto, pero me detengo. No quiero ser quién soy contigo; quiero ser mejor.

El resto del viaje tú no dices nada. Tú respiración es rápida y me observas de reojo, no obstante, apartas la mirada cuando yo te la devuelvo.

¿Qué estás haciendo?

Lo estás estropeando.

El plan no sigue bien su curso si sigues actuando de esa manera.

- Has... te has pasado la calle... — Musitas dudoso.

Aprieto los labios.

Para, para, para.

Así no es.

- Mi casa no está en esa dirección. — Continúas.

No contesto.

Sé que si lo hago no voy α medir mis palabras.

No voy α ser yo quién lo joda aún más.

- Harry, para el coche. — Dices finalmente.

Sonrío de lado.

No me gustan las órdenes.

- No hay nadie aquí, marica, puedes dejarte de tonterías. — Te digo yo.

Arrugas la frente exactamente igual que cuando estás en la cafetería estudiando con tu amigo.

- ¿D-de que hablas?

Parece que has vuelto α ser la mojigata de siempre.

- Sabes α que me refiero.

Tus ojos me queman el perfil del rostro. De alguna manera, tener esas orbes grotescamente azuladas en mi piel me hace sentir... bien. Me duele la barriga, y siento un hormigueo inusual. El mismo que se instaló en mi estómago la primera vez que te vi.

- ¿Vas α hacerme daño? — Preguntas entonces, inseguro.

Ese mal estar vuelve α instalarse en mi garganta, cerrándola y agrietándola como siempre.

Pero yo solo suelto un bufido.

Solo suelto un "algo" porque me da miedo el que llegues α pensar de mí.

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