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Undido en el silencio nocturno, un muchacho se encontraba sentado, viendo detenidamente hacia la nada.
Vestía con colores apagados, y con vestimentas descubiertas para mayor movilidad. Varias vendas y heridas yacían en su trabajado cuerpo, adornándolo como si de un cuadro abstracto se tratase. No solo en él, pero también en su rostro. Rostro que una vez, fue el de un chico jovial y juguetón al que le encantaba vaguear y vivir la vida al máximo.
Lástima que ya no tenga tiempo para eso. Ahora, su nuevo objetivo y aspiración en la vida, es sobrevivir con lo que tiene. Y todo por culpa de un accidente con humanos y hongos.
Un disparo potente se escuchó detrás suyo. El chico ni se inmutó ante tan fuerte sonido, contrariamente a varias palomas quienes huyeron despavoridas.
— Deberías de tener más cuidado.
Esa voz, la reconocería donde fuera. Suave, atenta y firme.
— Mukuro.
— No deberías de estar afuera a estas horas, menos cuando se está poniendo más peligroso que nunca.
El chico vió al suelo, apreciando así que el objetivo de Ikusaba fue un zombie. ¿Cómo no pudo escucharlo subir?
Recibió el disparo en el centro de su cabeza, traspasando por completo su cráneo.
— ¿Cuando subió?
— Ni yo me di cuenta. Hasta hoy que subí al techo a buscarte, fue que lo encontré ahí, arrastrándose, a punto de arrancarte la cabeza.
La chica avanzó para sentarse junto a su compañero.
Era muy tarde, al rededor de las dos o tres de la madrugada. Ikusaba Mukuro y (T/A) (T/N) contemplaban en lo que se convirtió su amada ciudad.
Zombies por aquí. Cadáveres por allá. Pocos sobrevivientes por acullá.
Era deprimente, pero el silencio le daba un tono pacífico a este escenario apocalíptico.
— ¿Tienes hambre?
La pregunta del chico hizo que la azabache lo volteara a ver.
— No, gracias. No tengo apetito por el momento.
— ¿Segura? Tu hermana y yo encontramos un supermercado abandonado, y por suerte hallamos cosas en buen estado.
