He llorado.
No ha pasado
nada más que el tiempo:
ha soplado el viento
arrastrando
el minutero
(y tic tac,
habían ya salido
c o r r i e n d o
de mí huyendo,
los vitales latidos.
Y los alientos compartidos
quedaban ya lejos,
sobre la arena esparcidos,
coronando el montículo
de segundos rendidos
de puro cansancio.
(Y roto ya el reloj
más viejo
del universo;
roto el concepto
Nuestro.)He llorado.
Y no ha pasado
más que el tiempo:
que condiciona
pero no existe;
inventado para subrayar
cómo acecha la muerte
tan viviendo,
cómo se precipita
la alargada sombra
de nuestro propio miedo,
sobre las esquinas del mundo,
por vivir a tientas
y ahogados por el humo
de una existencia
incomprensible
a nuestros humildes
ojos humanos.He llorado.
Y lo único que había pasado
era el tiempo.
Tan callando.
Tan dorando
la no-piel de mi alma,
ya quemada
en la hoguera del miedo
de las ajenas ánimas,
del sútil aliento
de los cuervos
sobre la lápida,
de mi recuerdo:
extinta huella,
y sobre el polvo de una especie
casual fruto de una humanidad
ya poco humana.He llorado.
Porque lo único que no había
era ya tiempo
nuestro
ni de nadie,
nunca.He llorado.
A pesar de que tengo las dos pupilas
en plena sequía estival:
y de que la tormenta eléctrica
me la guardo bajo llave,
siempre.