Eclipse de febrero atemporal.

54 1 0
                                    

He llorado.

No ha pasado
nada más que el tiempo:
ha soplado el viento
arrastrando
el minutero
(y tic tac,
habían ya salido
c o r r i e n d o
de mí huyendo,
los vitales latidos.
Y los alientos compartidos
quedaban ya lejos,
sobre la arena esparcidos,
coronando el montículo
de segundos rendidos
de puro cansancio.
(Y roto ya el reloj
más viejo
del universo;
roto el concepto
Nuestro.)

He llorado.

Y no ha pasado
más que el tiempo:
que condiciona
pero no existe;
inventado para subrayar
cómo acecha la muerte
tan viviendo,
cómo se precipita
la alargada sombra
de nuestro propio miedo,
sobre las esquinas del mundo,
por vivir a tientas
y ahogados por el humo
de una existencia
incomprensible
a nuestros humildes
ojos humanos.

He llorado.

Y lo único que había pasado
era el tiempo.
Tan callando.
Tan dorando
la no-piel de mi alma,
ya quemada
en la hoguera del miedo
de las ajenas ánimas,
del sútil aliento
de los cuervos
sobre la lápida,
de mi recuerdo:
extinta huella,
y sobre el polvo de una especie
casual fruto de una humanidad
ya poco humana.

He llorado.

Porque lo único que no había
era ya tiempo
nuestro
ni de nadie,
nunca.

He llorado.

A pesar de que tengo las dos pupilas
en plena sequía estival:
y de que la tormenta eléctrica
me la guardo bajo llave,
siempre.

¿Cuándo deja de sangrar?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora