Capítulo II: Cuando Las Sombras Se Mueven

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Cuando despertaste, el dolor de todo tu cuerpo te hizo anhelar morir. Brazos, piernas, abdomen y pecho, prácticamente no había lugar donde no sintieras dolor, así que incorporarte en tu sitio fue básicamente una tortura vertiginosa, porque además todo el mundo te dio vueltas. 

—Mierda...

Desde la cocina se escuchó un escándalo de cacerolas y platos rotos. Maldijiste diez veces mientras te cubrías los oídos para aplacar el soberbio dolor de cabeza que te asaltó.

Las píldoras, ¿dónde estaban las píldoras?

A la desesperada abriste el cajón de la mesa de noche, y lo asaltaste con manos temblorosas.

Daridorexant, Doxepina, Eszopiclona, Temazepam, los frascos de píldoras para dormir salieron uno detrás del otro y se apilaron sobre la mesa y las almohadas, pero no había un solo maldito analgésico entre tus chucherías de colores. Más platos rotos desde la cocina. Los oídos parecieron reventarte, y al final pegaste una patada a la mesa de noche para prácticamente lanzarte de cabeza hacia el baño de la alcoba, presa de un cojeo espantoso y con todos los huesos crujiendo a cada paso: te habrías querido morir.

Una vez en el baño abriste el botiquín con un manotazo y ahí estaban los benditos analgésicos, que te embutiste de un tirón y tragaste en seco. Aquellas pastillas magenta eran medicamentos de importación, con el suficiente poder activo como para mitigar el dolor de una amputación severa e invasiva, pero en ti apenas parecían lo suficientemente efectivos para detener la migraña. Habías sido dependiente de ellos por demasiado tiempo, y tu sistema ya no los recibía del mismo modo que al principio, probablemente.

Mientras el dolor iba remitiendo, te pareció que algo se movía detrás de ti. Te congelaste un instante, y te pareció reconocer la sombra de una figura humana reflejada en el piso a tus pies, así que te volviste de golpe para sorprender a quien fuera, pero ahí no había nadie.

Luego, más platos rotos.

Una reminicencia de la migraña palpitó en tus sienes, y terminaste yendo a sentarte en el borde de la bañera mientras el malestar desaparecía.

Estabas hecha una piltrafa. La pelea de la noche anterior te había dejado en pésimas condiciones a pesar de que técnicamente «ganaste» y todos los cardenales y heridas de tu cuerpo eran claros testigos de ello. Ni siquiera harías el intento por ver tu propia cara.

—Lo volvería a hacer —Dijiste en voz alta, luego de un rato—. Ese fue un knock-out de campeonato y le quedará la cara peor que a mi. Lástima por la taza de Disneyland, pero las orejas sirvieron de maravilla para apagarle la luz a ese bastardo, ¿no lo crees, fantasma de mi habitación?

Mientras divagabas te miraste las manos. Sentiste un asco tremendo, y te sentiste una estúpida de inmediato por hablar en voz alta. Tu humor siempre se iba al traste cuando mirabas esas asquerosas manos, despojos, con la carne quemada hecha colgajos a medio cicatrizar y que por partes te dejaba ver los huesos. Si hubieras podido, te las habrías cortado. Te generaban un rechazo y una repulsión infinitas cada vez que las tenias delante, y, sin embargo, estabas obligada a vivir con ellas porque no habías sido lo suficientemente valiente como para morir cuando tuviste la oportunidad. Cerraste los puños torpes con rabia, y te impulsaste hacia arriba para lavarte la cara y los dientes en el lavabo, antes de tomar la caja de guantes de látex blanco que había en el gabinete y ponerte un par que ocultara esas espantosas manos.

Luego, te miraste al espejo.

—Vaya, estoy hecha mierda.

La frente despejada, enmarcada por el cabello recogido, tenía un golpe inflamado antes de llegar a la sien izquierda; la ceja del mismo lado estaba abierta, un ojo morado, inflamado y ennegrecido hasta el pómulo lloraba tenuemente; restos de sangre seca hacían un rastro oscuro desde la nariz hasta el mentón, y el labio superior estaba abierto en dos partes. Escupiste un cuajo sanguíneo al lavamanos, abriste el paso del agua para que se fuera al drenaje. Luego tomaste el estuche de maquillaje del botiquín y buscaste cubrir los golpes más evidentes a toda prisa.

Y Yo... A Ti, KaoriDonde viven las historias. Descúbrelo ahora