Tenía que intentarlo. Lo intentaría. Si Abel sólo hablaba con la gente a la que le vendía, ella compraría algo. La idea era audaz y nueva, y necesitaba otro día para reunir coraje.
Un día observando a Abel, primero en clase de literatura, en la cual él nunca decía una palabra. También estaba en su clase de biología y de matemática. Silencio. Él se dormía durante las exposiciones. Se preguntaba qué era lo que haría durante las noches. Se preguntaba si realmente quería saber.
Fue el viernes cuando finalmente se decidió a tomar el siguiente paso. Tannatek estaba vagando por el estacionamiento de bicicletas, cerca del final, dónde sólo un par de bicicletas estaban apoyadas. Sus manos metidas en los bolsillos y los auriculares de su walkman en sus orejas, el cierre de su abrigo militar subido hasta la barbilla. Todo en él se veía congelado, toda su figura era como una escultura de hielo en el frío febrero. No estaba fumando, sólo estaba parado mirando la nada.
El patio estaba casi vacío. Los viernes la mayoría de las personas huían a casa. Dos chicos del undécimo grado se acercaron y hablaron con Tannatek. Anna se detuvo de golpe... parada estúpidamente en el medio del patio, esperó.
Le pareció ver a Tannatek dándole algo a uno de los tipos, pero no estaba segura, hubieron demasiadas mangas y mochilas de por medio para ver claramente. Ella esperaba que dijera "¿Yo? ¿Crees que estoy vendiendo drogas? ¡Eso es un montón de mierda!" Y toda la cosa se convertiría en tan sólo otra de las historias de Gitta.
Los chicos se fueron, Tannatek se volvió y los vio alejarse, y de alguna forma los pies de Anna la llevaron hasta él.
-Abel -dijo.
Él se puso en alerta y la miró, con sorpresa en sus ojos. Estaba claro que nadie lo llamaba por su primer nombre. La sorpresa se retiró de su mirada azulada, a un azul que se estrechaba como si preguntara "¿Qué quieres?"
Era mucho más alto que ella, y sus amplios y encorvados hombros le recordaba a esos perros que la gente tenía en el Distrito Seaside. Algunos de ellos tenían viejas runas alemanas grabadas en el cuero de sus collares... de pronto tenía miedo de Tannatek de nuevo, y el nombre Abel desapareció de su cabeza, se hizo pequeño, y se metió en una grieta oculta de su cerebro fuera de la vista. Ridículo.
Gitta había tenido razón. Desde la distancia Anna había soñado con un Tannatek diferente al que estaba parado frente a ella.
-¿Anna? -dijo él.
-Sí -dijo ella-. Yo... yo quería... Quería pedirte... pedirte...Ahora tenia que terminar con eso. Maldita sea. Todas las palabras en su cabeza habían sido destruidas por su amenazante figura. Respiró hondo.
-Va a haber una fiesta en casa de Gitta -dijo ella; una mentira blanca-. Y necesitamos algo que nos ayude a... celebrar. ¿Qué es exactamente lo que tienes?
-¿Cuándo? ¿Para cuándo necesitas algo?
No funcionaba de esa manera. Niña estúpida, pensó, por supuesto que no va llevando kilos de la cosa por ahí, tendría que ser entregado más tarde.
Él estaba leyendo sus pensamientos.
-De hecho... -comenzó-, espera. Puede que tenga algo para ti.
Él miró alrededor, metiendo su mano en el bolsillo de su chaqueta, y sacó una pequeña bolsa de plástico.
Ella se inclino hacia delante esperando ver alguna clase de polvo, no sabia mucho sobre esta clase de cosas. Habia intentado con Google, pero el google de drogas no había sido inventado, un problema que google rectificara pronto.. El tomo algo de la bolsita plástica entre su pulgar y su dedo indice.
Una tira de medicamentos. Anna vio que había un par de tiras dentro de la bolsita... y estaban llenas de píldoras. Las que había sacado eran redondas y blancas.
-¿Dijiste que son para celebrar? -preguntó en voz baja-. ¿Como quedarse hasta tarde, bailar, pasarla bien? -Anna asintió. Tannatek asintió también-. Veinte -dijo.
Ella sacó veinte euros de su bolso y tomó las tiras rápidamente. Había diez tabletas. El precio no le pareció demasiado alto.
-¿Sabes cómo usar esas cosas? -preguntó Tannatek, y era obvio que creía que no lo hacía.
-No lo sé -respondió Anna-. Pero Gitta sí.
Él asintió de nuevo, guardó el dinero y agarró los auriculares de su viejo walkman.
-¿Sonido blanco? -preguntó Anna, pero para ese momento ella no quería realmente seguir la conversación; sólo preguntó para poder decirse a sí misma que no había estado tan asustada como para preguntar. Su corazón corría en el interior de su pecho. Todo lo que quería hacer era correr... lejos de la escuela, de Tannatek, del perro de lucha, de las tabletas blancas en su bolso, muy, muy lejos.
Echaba de menos la fría plata de la flauta en sus manos. La melodía. No sonido blanco, sino verdadera melodía.
No esperaba que Tannatek le diera uno de sus irremediablemente viejos auriculares otra vez. Pero fue justo eso lo que hizo. Todo el proyecto de intentaré-lograr-comprender-al-traficante-polaco-volviéndome-una- persona-mucho-más-interesante le hizo sentir nauseas de pronto.
Lo que flotó del auricular no fue sonido en blanco. Era una melodía. Como si alguien hubiera escuchado el deseo de Anna.
-No siempre es sonido blanco -dijo Tannatek.
La melodía era tan vieja como el walkman. No. Mucho más vieja.
-Suzzane. -Anna se sabía las letras desde pequeña. Le devolvió el auricular, perpleja-. ¿Cohen? ¿Estás escuchando a Leonard Cohen? Mi madre lo escuchaba.
-Sí -dijo él-. También la mía. Ni siquiera sé cómo se interesó en él. No había forma en que comprendiera una palabra. No hablaba inglés. Y era demasiado joven para este tipo de música.
-¿Era? -preguntó Anna. El aire se había vuelto más frío ahora, como unos cinco grados menos-. ¿Está ella... muerta?
-¿Muerta? -Su voz se endureció-. No, solo desaparecida. Ya han pasado dos semanas desde que se fue. No hace mucha diferencia de todas formas. No creo que vaya a volver. Mi hermana, ella... -Se detuvo, miró alrededor del patio y niveló su mirada con la de ella-. ¿Me he vuelto loco? ¿Por qué te estoy contando esto?
-¿Porque pregunté?
-Hace demasiado frío -dijo tirando del cuello de su abrigo. Ella se quedó ahí parada mientras él sacaba su bicicleta. Era justo como cuando hablaron por primera vez; palabras en el aire helado, robadas y al parecer abandonadas entre mundos. Más tarde un podría pensar que no había dicho nada.
-¿Alguien más ha preguntado?
Él negó con su cabeza, liberando su bicicleta.
-¿Quién? No hay nadie.
-Hay un montón de gente -dijo Anna-. En todas partes.
Ella hizo un gesto amplio con su brazo, señalando el patio de la escuela, los árboles, el mundo alrededor. Pero no había nadie. Abel tenía razón. Sólo estaban ellos dos, Anna y él, sólo ellos dos bajo el infinito y helado cielo. Era extrañamente inquietante. El mundo se acabaría en cinco minutos.
Tonterías
Se las arregló para liberar su bicicleta. Se puso el gorro de lana negro sobre sus ojeras, asintió... un asentimiento de adiós, tal vez, o simplemente un asentimiento para sí mismo, diciendo, sí, ves, no hay nadie. Luego se alejó.
Ridículo, seguir a alguien por las afueras de la ciudad en una bicicleta un viernes por la tarde. No pasa desapercibido tampoco. Pero Abel no miró atrás, ni una sola vez. El viento de febrero era demasiado cortante.
Pedaleó, por la Calle Wolgaster, una calle amplia, recta que conducía a dentro y fuera de la ciudad hacia el sureste, conectando la ciudad con la construcción de viviendas esterilizadas de Gitta con la playa, con el bosque invernal lleno de altas y desnudas hayas, con los campos detrás de ellos, con el mundo. La Calle Wolgaster pasaba por los feos bloques de cemento del Distrito Marítimo y el distrito de "bosques preciosos". La República Democrática Alemana había sido bastante irónica a la hora de nombrar los distritos de la ciudad.
Dejando detrás la interminable corriente de coches, Abel cruzó el estacionamiento del supermercado Netto y dio la vuelta por una pequeña puerta de alambre, pintada de color verde oscuro y rodeada por matorrales invernarles muertos. Una vez dentro, se bajó de su bicicleta. Una cerca de alambre rodeaba un edificio de color claro y un parque infantil con un castillo hecho de plástico rojo, azul y amarillo. En el cartel de PROHIBIDO EL PASO de la puerta, se escondía el fantasma de una esvástica negra pintada con espray. Alguien había tachado la desagradable imagen, pero aun se podia ver.
Una escuela. Era una escuela, una escuela primaria. Ahora, mucho después de que la campana hubo sonado para anunciar el fin de semana, estaba carente de vida y respiración humana. Anna empujó su bicicleta en la densa maleza cerca de la puerta, se paró detrás, y trató de hacerse invisible.
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The story teller -Antonia Michaelis
Teen FictionAnna y Abel no podrían ser más diferentes. Ambos tienen diecisiete años y están en su último año de la secundaria, pero mientras que Anna vive en una bonita casa vieja de ciudad y proviene de una acomodada familia, Abel, el traficante de droga...