6. La gloria de los infiernos

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El tablado que se había armado para la ceremonia del día de ayer todavía seguía allí, aunque diferente. Habían añadido rampas de madera donde antes solo había escalones torcidos. La superficie también había sido ampliada y se extendía sobre toda la plazoleta, ya sin la estatua de Santa Elena como obstáculo. En reemplazo de esta, habían colocado cinco mesas metálicas, similares a las que podrían encontrarse en una morgue.

No era algo que Adelaide supiera y así era mejor. O quizás no. Quizás esa ignorancia la condenara a un horror mayor, más penetrante, más duradero. Lo sabría ella cuando se le revelaran los conocimientos que los demás poseían. Aquellos mismos conocimientos que los habían alterado. Por lo pronto, no quedaba mucho que hacer salvo observar la obra y conformarse con ser un espectador pasivo.

Se concentró en las partes que sobresalían de las mesas. De tres de sus lados se estiraba un sistema de cañerías de un diámetro que a Adelaide se le figuraba exiguo, su longitud lo suficiente como para alcanzar el centro del escenario, en donde desaparecían bajo la estructura. Dorothy, Betty y sus compañeros —cuyos nombres ya se habían evaporado en la desolación del olvido— subieron al escenario y cada uno eligió una de aquellas construcciones bañadas por la ausencia del sol. En ellas se reflejaba el cielo nublado y las rajaduras por las que el astro amagaba con asomarse.

Pero el sol no saldría. La ceremonia de los Iluminados ocurriría bajo el manto de la tormenta. Gotas gruesas se hicieron presente, repiqueteando en el empedrado, en los tablones, en el metal chirriante que gemía al ser tocado por el agua. Addie dejó que salpicara su rostro y lavara sus culpas, aspirando el aroma particular que traía la lluvia. La mayoría de los concurrentes, a diferencia de ella, ni se inmutaban. Solo una leve oscilación nerviosa perturbaba la quietud de sus cuerpos. También vibraban los de quienes estaban en el foro. El clima templado los evadía y sus huesos habían sido embebidos del frío nacido del espanto.

¿Dónde habían guardado su orgullo? ¿Dónde quedaba la felicidad con la que se habían desenvuelto? De entre todos ellos, la única que se mantenía eufórica era Patricia. David, siempre una sombra sigilosa, cómodo en su rol de segundón, tragaba con dificultad. Con su túnica torcida y su palidez absoluta, daba la impresión de querer desaparecer.

Como ella.

Empapada ya, sus cabellos pegoteados sobre sus mejillas, su vestimenta marcando cada valle y curva, Adelaide contaba los segundos para sí misma. Su vista iba de uno a otro lado del aforo. Sus dientes mordisqueaban ahora su labio inferior, dañando la pielcilla que lo recubría y descubriendo lo que se guarecía tras ella. Un fino hilo de vitalidad se escurrió por la grieta formada, rápidamente embebido por su lengua. El regusto salado y ferroso la anclaba al lugar que por obligación le correspondía. Sin embargo, su agarre era tentativo. Débil como su estado. Delicado.

Podría haberse reído ante su mala fortuna. Una parte de ella, de hecho, quería estallar en risas, carcajearse sin inhibiciones, abandonar la cordura en donde ya no fuera capaz de hallarla. En donde no la aguijoneara con la lógica indiscutible de saberse casi aniquilada. Quería reírse y olvidar. Olvidar el pasado que la había empujado a perseguir un sueño tardío y los muertos que escondía en el placard. Olvidar lo que la había desgarrado, lo que había perdido, lo que había anhelado y extrañado y rogado por volver a poseer. Olvidar las ilusiones y las realidades. Olvidar, olvidar, olvidar y dejarse arrastrar en el mar tranquilo del ruido blanco.

Tomó una respiración brusca y expulsó el aire en un resoplido que le valió la mirada extrañada de quien se encontraba justo a su lado. Poco duró. Unas milésimas que fingieron no haber transcurrido y aquella mirada se transformó en un borrón difícil de dilucidar.

El tiempo se había ralentizado de nuevo y la espera se hacía infinita. Los truenos arremetían e intimidaban a cualquiera sin un techo que lo cubriera, el ruido ensordecedor tapando los cuchicheos que comenzaban a extenderse por la calle. Adelaide no era la única que sentía la presión del universo sobre sus espaldas, constriñendo sus costillas, empujándola hacia el suelo. Hundiéndola. Algunos se desesperaban ante la pausa inesperada. El rito ya debería haber iniciado.

Sanctus SpiritusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora