Los nubarrones habían robado la claridad del amanecer, atenuando los colores en una muda paleta de blancos sucios y el plomizo tono del concreto. El negro crepitaba tras las colinas que se hallaban a la distancia, dibujando líneas toscas en un cielo de aspecto torvo. Adelaide era una mancha más en el paisaje. Una figura diminuta en aquella vastedad. Una que pasaba inadvertida, su vestimenta apagada amalgamándose con el empedrado y la tormenta que amenazaba con romper de un instante al otro.
No había dormido en lo absoluto. El más ligero atisbo de luz natural la había sacado de su estupor y la puso entonces en movimiento, empujada a rejuntar sus pertenencias en un revoltijo sin ton ni son que lanzó a su maleta sin cuidado. Salió a la calle ni bien tuvo todo listo, asegurándose de que la costa estuviera despejada a cada paso que daba. Como un roedor huyendo de una calamidad, Adelaide se escurrió por las veredas impolutas de Silent Meadows, sin provocar más que un leve susurro de telas al viento. Recorrió una corta distancia, hasta donde había dejado estacionado su automóvil el día de ayer.
Y no estaba. El Studebaker había sido tragado por la tierra y, en su lugar, había dejado las huellas inconfundibles de sus ruedas. Las analizó atónita e incluso se tomó la molestia de seguirlas, desesperada. Angustiada. Derrotada. Los surcos se transformaban en vestigios imperceptibles que se confundían con la calzada de adoquines prolijamente colocados. Addie se resistió a levantar su vista, pero tuvo que hacerlo.
Detrás de ella, la entrada a Silent Meadows se alzaba ominosa entre pilotes de piedra caliza. El polvo del camino se agitaba en remolinos y la ventolina silbaba una de sus canciones de ultratumba. Una melodía de periodos remotos, de temporadas ajenas. Acordes de historias que habían sido escritas décadas atrás, tonadas de muertos que deseaban retornar. En el medio, Adelaide. Siempre a contracorriente. Siempre en la encrucijada. Y, frente a ella, un pueblo que dormía. Un equilibrio endeble que el canto dulce de un pájaro quebrantaría.
La actividad y el ajetreo propios del inicio de una jornada se hicieron escuchar. El pánico se asentó en el fondo de su estómago y sus extremidades bramaron su descontento. Pesadas, como si sostuvieran más que un cuerpo frágil y enjuto, la tensión que las dominaba sobrepasaba el umbral de dolor que Adelaide resistía.
Desfallecía. Su respiración era errática. El latir de su corazón retumbaba en una carrera que semejaba tener un destino atroz. Su sangre borboteaba en sus venas, pulsando en un vibrato que rasguñaba sus tejidos blandos. Sus manos temblaban, sus pies se negaban a avanzar. Volver por donde había venido era una fatalidad. Era la admisión de que Silent Meadows la sostenía en sus garras. De que no era dueña de su libertad.
Y jamás lo había sido.
Así eran las cosas. Así se había pensado el mundo. Así lo habían construido, para que las reglas fueran cumplidas y todos ocuparan sus moldes. Sin quejas. Sin revueltas. Callados y con expresiones cordiales, llenas de gozo, hasta el último aliento. Hasta que otro los reemplazara y el ciclo se repitiera, in eternum.
Había roto el molde que en un principio la había contenido. Lo había descartado sin reparos y se creyó independiente y soberana. Tonta ella. Tontos todos aquellos que optaban por ese camino. El de los inconformes, el de quienes no entienden que solo hay un recorrido. Un itinerario que los guiaría por las curvas y recodos que conformarían su suplicio en este mundo dividido.
—Es tarde ya. —George había aparecido al igual que anoche, sin hacer ruido, sin dar indicios de su presencia hasta que él era lo único que podía ver Adelaide. Su altura considerable acaparaba la mayor parte de su campo visual y su proximidad abría en ella las compuertas al pavor. Qué lo había inducido a ayudarla era un misterio. Uno más que añadir a la lista interminable que circulaba en su mente—. Te lo dije. Lo intenté. Lo intenté y fallé de nuevo. Nunca funciona —habló entre dientes, para sí mismo. La ignoraba como si no estuviera allí. Como si no hubiera ido por ella. Como si se refiriera a una situación que no involucraba a Addie, una en la cual no tenía que inmiscuirse. Era su tono, la mueca que tiraba de la comisura de sus labios, la energía que exudar.
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Sanctus Spiritus
Mistério / Suspense«Pueblo chico, infierno grande». Silent Meadows era un pueblo de ensueño. Con su paisaje campestre y sus habitantes amables y alegres, Adelaide no era capaz de concebir un lugar mejor para rearmar su vida. Pero, como toda comunidad apartada de las g...