Ania Yakovlev descubrió a una edad temprana que la vida no era un cuento de hadas, a pesar de las historias idílicas que su madre le leía en su infancia. La dura realidad la golpeó con fuerza, dejando cicatrices permanentes debido a eventos inespera...
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Claro, como fue posible que no recordara el pequeño, pero no inperceptible detalle llamado Luckyan Dimitriev. Pasa por mi lado, solo contego mis ganas de elever el puño y golpearlo.
— Es agradable tenerte de vuelta, Peka —termina de hablar, sonriéndome y volviendo a tomar su rumbo.
Mis ojos se deslizaron por su espalda mientras sube, inclino levemente en la cabeza. Definitivamente, han habido cambios muy notorios por aquí. Elevo levemente las cejas dando aprobación, eso hasta que mi mente vueve a repasar la frase que acababa de decir. 'Peka, dijo peka'.
Ese maldito apodo que me persigue desde que tengo uso de razón. Siempre ha tenido esa capacidad de hacerme querer darle un golpe en la cara en cuestión de segundos. ¿Por qué? No lo sé. Tomémoslo como su poder para molestarme la existencia. A pesar de todos los cambios, su actitud persistente eh irritante sigue intacta.
Escucho la voz de mi padre, sacándome de mis pensamientos.
— Señor —digo, acercándome y bajando la cabeza en forma de saludo.
— Siempre tan expresiva —respondió con una sonrisa, estrechándome.
Me toma un segundo darme cuenta y aceptar que estoy abrazando a mi papá. A pesar de vivir con casi un día de diferencia, a pesar de que el había ido a verme unas cuantas veces a Canadá, por fin lo estoy abrazando de nuevo en este lugar.
Lo abrazo a mí. Siento el olor de su perfume, trayéndome varios recuerdos consigo. Una lágrima se desliza de mi rostro, el seguía oliendo tal y como lo recordaba, tal y como siempre traté de hacerlo. Nos separamos rápidamente.
— ¿Y los demás? —pregunto, yendo a recoger mis cosas en la entrada de la casa—. Pensé que me tocaría entrar por la puerta del patio.
— Gracias al cielo, están durmiendo—dice burlonamente—. Aunque no sé cómo todo este escándalo, no los despetó.
Debo reconocer la cantidad de esfuerzo que mi padre ha debido de hacer para no gritarles a todos de que acepté venir. Decidimos darles una sorpresa, bueno, casi a todos, si no fuera por el irritante pelinegro
— Lo que pasa es que tú en general, eres muy cotilla, papá —vuelvo a expresar mientras subía las maletas por la enorme escalera—. Me sorprende que no hayas cantado la sorpresa.
Me mira y solo pone una cara de sufrimiento que me hace reír, bajito.
—¿Sabes lo dificil que fue mentirle a tu madre para que mandara al personal temprano a sus casas?
—Me lo puedo imaginar —le respondo, intentando reconfortarlo.
Él me sonrie y me sigue por detrás con la otra maleta. Estoy consciente de que si no hubiera vuelto, habría olvidado lo que era sentir el tacto cálido que solía darme.