Habían pasado meses desde que sin ser nada, Michel y yo, éramos todo.
Habíamos pasado días tibios juntos. Días donde yo era feliz.
Él era un poco seco y distante, yo no entendía su modo de ser y de hacer.
O era el ónix más traslúcido de todos o se convertía en un trozo de pirita sin relevancia alguna, brillando mentirosamente a todos.
Michel era guapo. Era hermoso; de ojos cautivadores, profundos... Ojos en los que te reflejas y te pierdes intentando descubrir su tonalidad. Sus ojos se encontraban presos por dos cejas totalmente tupidas, boscosas. Amaba su nariz y la sombra que reflejaba su perfil. Su sonrisa era LA sonrisa. Una sonrisa vibrante... Llena de dientes grandes y alineados. Blancos e inmaculados. Era una curva perfecta endulzada con una voz grave, profunda y baja.
En las ultimas semanas había decidido dejarse la barba y se había convertido en otro Michel. Se veía mas maduro, más atractivo.
Caminaba con el de la mano por entre calles y sabía que las miradas estaban sobre nosotros. Estaba totalmente emocionada de estar con él.
Quería besarlo siempre. Permanecer adherida a su cuello. Quería que en mundo se parara cuando estábamos juntos. Quería que jamas dejara de tocar mi espalda.
Recuerdo cada beso. Como tocaba mi cara con la parte posterior de su mano. Recuerdo que siempre eran besos apasionados donde brotaba color rojo cada que se tocaban nuestros labios. Era cerrar los ojos y dejarme llevar. De la nada sentir su lengua jugueteando en mis labios en medio de una sonrisa. Era extraño, pero encantador. Lo amaba de mil maneras diferentes. Me encantaba él y los días a su lado. Su cabello cuando los rayos del atardecer tocaban los mechones y destellaban en las puntas.
Todo parecía ir en marcha. Parecía que el mundo se congelaría cada que pasaba su mano por la corva de mi espalda y me susurraba al oído. Eran esos días donde me tomaba por los hombros remarcando mis clavículas oscilando de aquí para allá. Los mismos días que me contemplaba al dibujar y desgastaba su voz en elogios para mi. Días que se convertían en noches en las que caminábamos sin sesar por las plazas de la ciudad hablando de edificios de época y peleando por cual era más representativo del estilo en debate. Éramos perfectos juntos.
Éramos hechos de pedazos de estrellas, llenos de queso en polvo extraído de la luna.
Eramos pedazos de constelación. Eramos partículas de oxígeno. La décima parte del infinito. La cristalinidad del agua... La frescura, la ligereza.
Podíamos sentirnos. Podíamos cantarnos. Eramos las notas de la melodía.
Eramos piezas de puzzle que no encajaban, eso éramos. Piezas forzadas a integrarse. Piezas que se unen que llevan la misma forma y los huecos necesarios para encajar, pero él era parte del almidón de las nubes y yo, de la masificación del planeta. El era azul, lleno de aire, libre y altivo. Yo era fuerte de colores oscuros. Serena y de falsa petulancia.
Era el puzzle que jamas iba a encajar, pero que si lo dejabas como estaba no se veía mal.
En realidad, en lo más oscuro y profundo, en secreto, sabía que el y yo no estábamos destinados a ser. Sabía que me era ajeno.
Algo... Dentro de mi. Algo en lo profundo de mi, decía que todo estaba mal.