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Escuché un portazo, supuse que Trinidad se habría ido. En ese instante, la chillona voz de Fifi llegó a mis oídos y me alarmé de sobremanera:

– Cristal ¡Acaba de abrir el maldito papel!

¿A qué papel se refiere? Bastaron unos segundos para darme cuenta. ¡Joder! Trinidad les contó sobre el contrato.

Deslicé la mano por mi rostro sumamente enojado, impotente, asustado por la reacción de Cristal, estuve a punto de bajar las escaleras, pero mi teléfono comenzó a sonar.

Número desconocido.

Diga – contesté tratando de controlar mi ira.

– Amor – la insoportable de voz de Rebeca era lo que faltaba para acabar de joderme el día.

– ¿Qué demonios quieres? – solté furioso.

– No me hables así – su voz parecía débil. Estaba llorando.

– ¿Para qué llamas? No vas a conseguir un trato agradable de mi parte.

– Te necesito – sollozó.

– No empieces, voy a colgar, olvida que existo – traté de mantener la voz calmada.

– Pol – hizo una pausa – tu padre me dió una paliza.

En mi cabeza aparecieron vagas imágenes de mi infancia, pero resumían a la perfección todo lo que viví antes de la muerte de mamá.

Discusiones, gritos, golpes.

Recuerdo esa última pelea, fue la última porque la semana siguiente ella murió.

Mi madre yacía en suelo inconsciente, mientras Ted la veía perplejo desde el peldaño más alto de las escaleras. Ella había caído rodando en el momento exacto de mi salida de la cocina con un emparedado.

El pan cayó de mis manos por la sorpresa y permanecí inmóvil. Levanté la vista hacia mi padre, quien luego de unos segundos de shock bajó las escaleras rápidamente, y me dijo algo nervioso:

Mamá se resbaló.

Ted era un ser despreciable, un golpeador de mujeres disfrazado bajo la perfecta fachada de director de instituto.

Siempre guardé un gran rencor hacia él en mi interior, pero no podía odiarlo completamente, al fin y al cabo, era mi padre. Incluso, anhelaba su afecto, necesité tantas veces un abrazo y nunca lo recibí.

La voz de Rebeca me devolvió a la realidad:

– Pol – exclamó entre lágrimas.

– Denúncialo – respondí con sequedad.

– No puedo, tengo miedo de que me haga algo.

– ¿Dónde estás? – le pregunté.

– ¿Vendrás a buscarme?

– Sí, y te llevaré a la estación de policía para que hagas una denuncia.

En ese momento, a través del teléfono escuché una puerta abriéndose y la voz de otra mujer en el fondo llegó a mis oídos:

– ¡Amiga! Compré cervezas ¿El chico te creyó lo de la golpiza? – hablaba con mi exmadrastra.

– Cállate estúpida – le susurró Rebeca, intentando mantener el engaño.

Un sentimiento colérico se adueñó de mí completamente.

– Debí suponerlo. Estás loca, mujer. Necesitas ayuda de profesionales – solté irritado.

Ojos CaféDonde viven las historias. Descúbrelo ahora