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CAPÍTULO SEIS: claridad en querosén.
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Ella había querido decir que no. Pero "no" era una mala palabra en casa. Decirle que no a su padre significaba no comer por las próximas 24 horas. Decirle que no signifcaba latigazo tras latigazo tras latigazo. Eventualmente, "no" fue borrado de su vocabulario. Su espalda exponía las cicatrices que le habían permitido volverse la hija perfecta, la dama apropiada para un príncipe. La chica que asentía a todo, incluso si era lo último que quería hacer. Porque su valor dependía de ello. Debía ser perfecta para casarse con el príncipe. De lo contrario, ella no sería suficiente.
Gracias a su inhabilidad para decir que no, se encontraba en una fiesta a la que no quería asistir. Pero a pesar que en su mente estaba gritando y sus dientes estaban tan hundidos en su mejilla que podía saborear su sangre, para el resto del mundo ella seguía siendo perfecta. Sanako claramente era digna de ser la prometida del príncipe (y consecuentemente, la futura Dama del Fuego y la Consorte del Señor del Fuego). Después de todo, había dedicado su vida a ello: no solo sus estudios y prácticas, sino que también su apariencia. El precioso vestido verde oliva, su largo cabello sedoso y oscuro pero brillante cayendo en ondas sobre su espalda en un peinado elegante y sutil, el maquillaje no en una cantidad exagerada pero en la medida ideal para resaltar sus facciones. Nada era dejado al azar y todo pasaba bajo estricto escrutinio.
Todo para que unos hombres blancos de mediana edad le sonrieran y le otorgaran su aprobación.
Ella estaba tan enferma de todo.
Siempre era la princesa, la futura Dama del Fuego, la niña prodigio. Nunca Sanako. Nunca la chica que no soporta la comida picante a pesar de que nació en la Nación donde no hacen más que tirarle picante tras picante a la comida. Tampoco la chica que no dejaba de esforzarse para cumplir con las expectativas que cargaba. Mucho menos la chica que contentaba a su padre para salvar a su hermano de su tiranía.
