Se supone que no debería cortar con el relato de mi estancia en el hospital, pero la verdad es que muchos días están borrosos en mi memoria.
Esto es lo que sé:
Con el tiempo, me adapté. Formé una rutina.
Despertar a las ocho porque los medicamentos me sometían a un reparador y profundo sueño, ir a tomar mi peso, desayuno a las nueve, escribir todo lo que veía. Hablar con él personal médico, un breve flechazo por mi médico practicante, almuerzo a las 12 en punto, chequeo diario, visita del personal de psiquiatría, compartir con los chicos de la sala, medicamentos y caminar por el pasillo de un lado a otro.
Matt, el chico de la cama de en frente, se fue a los tres días a su casa, en una situación de aliviadora estabilidad.
Los otros... No tuvieron tanta suerte.
A Louis no le quedaba mucho y lo sabíamos. Un día, todo se tornó muy difícil.
Las máquinas pintaban sin control, él, que no tenía dominio alguno de su cuerpo, convulsionaba sin parar con una tos dolorosa y sangrante, manteniendo sus ojos en blanco. El nuevo integrante de la sala, un chico con apendicitis, el niño junto a mi cama, Rapha y yo, no sabíamos que pasaba.
Lo único que comprendimos de todo, fue que trasladaron a Louis a cuidados intensivos. Y que tenía muy baja esperanza de vida.
Al día siguiente, llegó Faith, una chica de mi edad que no tenía, en realidad, mi edad. Técnicamente tenía quince años, pero mentalmente siempre tendría nueve. Y eso estaba bien. Al comienzo, nuestras interacciones fueron extrañas. Cuando me presenté, dispuesta a huir de mi dolor apacisuando los dolores ajenos, ella se acercó a mí tanto que nuestras narices casi se rozaban. Su madre me explicó:
— No ve muy bien. Intenta hacer una idea de tu cara.
Eso me tomó desprevenida, pero para nada me desalentó.
Le puse una cara graciosa que la hizo reír. Sus reacciones por lo general eran tardías, así que cinco segundos después escuché una risa pausada.
— No te esfuerces mucho, tampoco es una cara muy bonita.
Mi frase hizo reír a su madre esa vez.
Estrechamos lazos en cosa de minutos. Su madre, Marion, y yo hablábamos por horas.
Rapha y yo también nos hicimos muy cercanos. Y nació su enamoramiento por mí.
Me llamaba caperucita roja. Pero no me sentí muy especial, su antigua novia se llamó Blanca Nieves e, internamente, me sentía celosa porque su nombre era mejor.
Constantemente paseaba frente a mi cama para jugar con mis pies. No hablaba mucho, no podía. Su padre debía sujetarlo para hacerlo caminar, como un titiritero a su títere. Sus ojos estaban desenfocado y reía por todo.
Como no podía masticar, lo alimentaban por medio de una sonda.
Hasta que, un día, una practicante universitaria nueva puso mal el tubo de su sonda y Rapha comenzó a vomitar sin parar sobre su cama, el piso, el baño y todos lados.
La misma chica puso su sonda nuevamente, porque él no podía quedarse sin comer.
Nuevamente empezó a vomitar.
A la mañana siguiente también. Y por la tarde igual.
Rapha ya no sonreía. Rapha solo lloraba.
Y yo ya no era su caperucita.
Un día, mientras Rapha dormía y Faith fue a medir su peso, Ruth, madre de este, y Marion, me hicieron la tan esperada pregunta.
— ¿Por qué estas aquí? Se te ve muy bien.
Cuando la madre de Faith habló, quise utilizar mi ensayada y mecánica respuesta, pero... No lo hice. No sé porqué. Solo dije:
— Tomé más pastillas de las que debería.
Hubo silencio. Ruth puso cara de espanto, como si le dijese que pateaba cachorritos por diversión o que me drogaba por las noches en la plaza de mi pueblo y caminaba desnuda por las calles.
— ¿Y por qué hiciste eso si estás perfectamente sana?
Sí, Ruth... Yo creo que no.
Marion continuó:
— ¿Te internaron por depresión?
He aquí un hecho que, tristemente, marca la gran diferencia entre ambas: Ruth es una mujer mayor y casi sin estudios básicos, mientras que Marion es una mujer joven con mentalidad más... Flexible.
Por lo tanto, tenían maneras muy diferentes de pensar acerca del suicidio y la depresión.
Solo respondí:
— Algo así. La verdad, no sé porqué estoy aquí.
Y, por primera vez en mucho tiempo, no mentía.
Una mañana cualquiera, la doctora dijo:
— Estás de alta. Puedes irte hoy mismo.
Y sí, me derrumbé.
Volver a esa casa. Ese crudo hogar con gente de plástico y mentiras con sabor a agujas. Con niños que necesitaban una hermana fuerte y firme que los criara y defendiera, un señor P... Del que prefería no pensar y una madre sumida en el maltrato, encierro y manipulación que la orillaron a la depresión y llanto continuo. Unos padres que no eran padres. Y una hija que estaba muerta en vida.
Caminando por el pasillo, encontré a Dan, el doctor con nariz de payazo y juguetes coloridos. Era, en realidad, el psicólogo del lugar. Lo saludé con una sonrisa de plástico, preparándome para lo que sea que estuviese por venir.
Más de una semana viva. Y no por mucho. Rendirse fácil estaba lejos de ser una opción.
— ¡Me dieron de alta!
— ¡Nicole! Esa es una excelente noticia... ¿Cómo te sientes al respeto?
Y lo vi en sus ojos. Lo leí. Sus ojos decían "puedes decirme la verdad, yo reciclo sonrisas de plástico en lágrimas de auxilio y confesiones que no serán repetidas". Sus ojos decían mil cosas y todas eran buenas. Dan era de fiar.
No pude responder. Mis ojos se rompieron como el cristal y él lo supo.
— ¿Quieres... Hablar?
Me habló con cuidado. No como si fuese frágil o estuviese rota. Fue como si se preocupara por mí. Como si viese lo asustada que me encontraba y tuviese la intención de demostrarme que no pensaba lastimarme.
Asentí levemente.
— Eso me gustaría.
Fuimos a una sala apartada y dejó la puerta semi-abierta, por respeto. Era un buen joven.
Y lo dejé salir. El dolor, la impotencia, la ira, el miedo, la frustración, los recuerdos, todo.
Pero, lo más importante: dije la verdad. La verdad que no me dije ni a mí misma.
Y Dan no me trató como si mis problemas fueran menores a los de los otros chicos, como si fuese tonta por elegir esa salida o como si yo estuviese equivocada.
Me escuchó con paciencia y me convenció de que si tuve la entereza y el valor de sobrevivir una semana en ese lugar, podía con todo. Podía aprender a vivir, vivir en serio. Yo era fuerte, era capaz y estaba lista para lo que fuera.
No sabía que, tiempo después, esas palabras serían mi soporte en un momento incluso peor que aquel.
Hay personas que nunca vuelves a ver, pero que aún así te cambian la vida.
Dan cambió la mía. Me hizo confiar que existía un mañana y que, sin importar lo oscuro que fuese, yo sabría continuar.
Nunca lo volví a ver, de la misma forma en que nunca lo olvidaré.
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Lo Agridulce De Septiembre
No FicciónEl problema no es estar roto, el problema es no ser capaz de repararte. Cuando estás internada en un hospital, bastantes cosas pierden su valor y sentido. Septiembre me enseñó cosas, por ejemplo, matar a mi pesadilla. Pero, en el proceso, maté otra...