Parte III: Jugando a ser Dios

86 6 1
                                    

Eran dos jóvenes. Un pescador y una campesina. Ambos ya tenían una relación formal.

El pescador tenía un pasado involucrado en la piratería. Era un apasionado francotirador. Su nombre resonaba de isla en isla. Se contaban leyendas sobre él y sus grandiosas habilidades con las armas de fuego. En esas leyendas constantemente se hacía mención sobre lo perfecto que eran sus tiros y las distancias increíbles en las que se encontraban sus blancos.

El pescador renunció a esa vida, a pesar de haberla disfrutado. Era un aventurero, bastante extrovertido. No le temía a los enfrentamientos y siempre estaba en primera fila. No le temía a sus enemigos, ni a las olas, ni a los señores del mar. Siempre, muy seguro de sí mismo, apuntaba a su objetivo, y siempre acertaba. Sin embargo, él estaba dispuesto a dejar esa vida para estar junto a la mujer que amaba. Él sabía lo peligroso que era ser pirata, y no quería exponerla a ella a esos peligros.

La campesina era una mujer muy tranquila y dedicada. Poco o nada se conocía sobre su familia. Ella creció en los campos, por lo que sabía muy bien sobre cultivo y ganadería. A pesar del trabajo duro que realizaba por las mañanas, ella siempre tenía un semblante tranquilo, sereno. Pero cuando aquel pescador se acercaba a ella, su rostro brillaba de felicidad. Le gustaba escuchar sus aventuras. Ella era todo oídos, era una persona capaz de escuchar por horas y horas a esa persona que podía hablar el mismo tiempo que ella dedicaba a escucharlo.

A simple vista, ellos parecían agua y aceite pero, en realidad, se complementaban muy bien. Eran tan opuestos que encajaban perfectamente, como dos piezas de rompecabezas, que al unirse no dejaban rastro de esa unión. Él brindaba diversión y pasión; ella paz y tranquilidad.

Había un buen futuro por delante. Planeaban casarse dentro de poco e irse a las islas Gecko, y construir una casa en la villa Syrup. Los dos estaban muy convencidos de hacer su vida juntos y tener una familia. Tal vez con uno o dos hijos. Los planes estaban saliendo bien. Ambos trabajaban y guardaban todo lo que podían.

Pasó el tiempo y parecía ese clásico cuento con final feliz, en donde los protagonistas se casan y viven felices para siempre. Ellos, decididos, se fueron a la villa y construyeron su hogar. El siguiente paso: formar la tan anhelada familia.

A veces los cuentos tienen segundas partes y, por lo tanto, hay nuevas dificultades. Esa feliz pareja de pronto tuvo que enfrentar una triste noticia: no podían ser padres. La ilusión de tener uno o dos hijos se esfumó en un abrir y cerrar de ojos. Había la opción de adoptar, pero era un sueño para la campesina tener uno o dos niños que se parecieran a ellos, que tuvieran su sangre. Tenía el deseo de ser madre, y de criar a sus hijos junto al hombre que amaba.

El pescador se sentía culpable por arruinar su ilusión. Era por él que no podían formar esa familia con la que tanto soñaban. La tristeza, la desesperación, la desilusión y el miedo permanecían todo el tiempo en él. Quería que todo eso desapareciera por un momento, y su única solución fue ir a una cantina después de salir de trabajar.

Esa tarde se volvió de color gris. Las nubes se acercaban rápidamente, cargadas de truenos y relámpagos. La lluvia caería dentro de poco. Pero el alcohol sabía tan bien, que calmaba todos los pensamientos de aquel pescador, y también el frío que el viento traía junto a la tormenta. Mas era hora de volver a casa.

El camino era largo. El pescador no soltaba una botella casi vacía, mientras se balanceaba, en parte por el alcohol, en parte por el viento. Caminaba cerca del mar, sin siquiera pensar en que una ola podría atraparlo, o algo más que eso.

En medio del camino, entre unas rocas, se percibía una barca. Parecía estar atorada, así que por alguna idea estúpida en su mente, el pescador se acercó a ayudar para mover la lancha de ahí. Cuál fue su sorpresa al ver que esa lancha estaba casi destruida. No había tripulantes a bordo, ni vivos ni muertos. En vano había ido a ayudar. Las olas lo habían empapado. Pero, antes de irse, vió algo en el interior, lo que parecía ser un cofre. En ese momento pensó que había valido la pena su intención, y decidió subir para sacar eso que había visto.

El abrigo bajo las estrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora