Parte IX: El pincel

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El barco pesquero llegó a las islas Gecko. Había que caminar y después abordar un bote para llegar a la villa Syrup. Un par de piernas se paralizaron en cuanto tocaron tierra. Eran las piernas del pescador. Él sujetaba la mano del niño, quien se encontraba emocionado por las cosas que veía en la isla. El pescador se sentía arrepentido de algunas de sus decisiones, más no de haber creado a ese niño. Tomó al pequeño en brazos y lo cubrió con una capa. Sólo dejó una abertura para que pudiera ver y respirar.

—Shhhhhh...

Las piernas del pescador comenzaron a moverse lentamente, y poco a poco iba aumentando el paso, pero sin llegar a correr. Las personas de alrededor lo veían pasar deprisa.

—¡Hola, Yasopp! ¿Cómo te fue en tu viaje?

El pescador no detenía su paso, continuaba andando y mostrando una gran sonrisa, respondiendo a cada persona que le preguntaba.

—¡Hola, hola! ¡Muy bien! ¡Gracias!

—Seguro vas deprisa porque extrañas a Banchina, ¿cierto?

—¡Eso no se pregunta, jaja! ¡Nos vemos!

—¿Qué llevas ahí?

—¡Eso tampoco se pregunta! ¡Adiós!

Parecía que el destino quería que le remordiera aún más la conciencia. Incluso las personas que vivían a su alrededor, sin ser tan allegadas a ellos, conocían la relación tan amorosa que tenían el pescador y la campesina. No eran la pareja ideal, pero sí un tipo de pareja a la que muchos querían aspirar. Se veían muy unidos y, sin palabras, transmitían lo mucho que se amaban. Por eso, quienes lo veían relacionaban esa prisa que tenía el pescador con las ansias de querer ver a su esposa luego de esas tres semanas de trabajo lejos de su hogar. Lo cierto es que él buscaba ocultar al niño que traía en brazos.

El pescador, cargando a su hijo, tomó el bote, asegurándose antes de que quién los transportara no fuera algún conocido. Ya llegando al otro lado, a la villa Syrup, caminó hacia una zona boscosa para preparar todo. Se dejó caer en el césped, y respiró profundamente. Retiró la capa, dejando al niño ver el lugar, sin embargo, el pequeño no veía el bosque, veía el rostro lleno de lágrimas de ese hombre que lo cuidaba y lo hacía sentir seguro.

La mente del pescador estaba en blanco. Había estado pensando en muchas cosas antes de llegar a la isla, pero todo eso se esfumó al llegar al bosque. Parecía que los árboles le habían arrebatado todos sus pensamientos. No podía pensar en nada. Sólo veía árboles, arbustos y césped. Sólo veía hojas, ramas y raíces. Y entre todo eso veía a un niño que no entendía el porqué de su llanto. Él se sentía arruinado, se sentía un gran mentiroso. No sabía si continuar con su plan. De pronto, el niño tocó su cabeza y le dijo un par de palabras.

—¿Estás bien?

Esas palabras hicieron que viniera el recuerdo de aquel carpintero cuando puso su mano sobre la cabeza de su hijo. El pescador se sentía mal por no haberse despedido de él, pero el recuerdo y la acción de su hijo lo hizo tranquilizarse.

—Ya estoy bien, Usopp. Gracias.

Una ligera sonrisa se dibujó en el rostro del pescador. Y una muy grande se dibujó en el rostro del niño. El pescador se puso de pie, tomó nuevamente en brazos al niño y volvió a cubrirlo con la capa. Ya estaba decidido, iría a ver a su esposa, y no habría vuelta atrás.

El atardecer llegaba a la villa Syrup. Los colores de las nubes lentamente se tornaban anaranjados, rosados y lilas. Las estrellas comenzaban a asomarse como si se destaparan del cobijo de las nubes. El sol se sumergía en el fondo del mar y la luna buscaba ocupar su lugar. Los pasos de un hombre se escuchaban por el césped que pisaba al andar. Era ese hombre decidido, que cargaba a su hijo, rumbo a su querido hogar.

El árbol que se encontraba junto a la casa presenciaba la llegada del pescador, y sólo se dedicaba a dejar caer unas cuantas hojas. Una mano temblorosa tocó la puerta. Una mujer, de piel pálida, cabello azabache y una larga nariz abrió la puerta. Las miradas se cruzaron. Sus ojos brillaban y en ella una gran sonrisa se mostraba.

—Bienvenido a casa, Yasopp.

—Banchina...

Ella intentó recibirlo con un beso, pero lo que él traía en brazos la mantenía distante. Por un lado, él quería que así permanecieran, por otro, en verdad quería recibir ese beso. La mirada del pescador bajó al suelo, su rostro parecía esconderse detrás de la capa y sus piernas no se movían para entrar a su hogar. Su esposa sabía que algo extraño ocurría.

—¿Yasopp?...

Las piernas del pescador lentamente se doblaron hasta que las rodillas tocaron el suelo. Su cabeza se apoyaba en lo que cargaba en brazos. Presionaba suavemente la capa estampada de estrellas.

—Banchina... Quise hacer nuestros sueños realidad. Lo hice sin consultarte... Soy un egoísta... Yo...

Hubo un momento de silencio. La capa se movió y de ésta se asomaron un par de ojos grandes y redondos, después una larga nariz y al final el resto, un pequeño cuerpo. Veía con curiosidad a la mujer que tenía su rostro lleno de sorpresa. Ella en sus manos sujetaba un pincel, que había dejado caer cuando las ocupó para cubrirse el rostro, dejando ver sólo sus ojos. La campesina dió unos pasos atrás. El pescador levantó la mirada y vió cómo ella se dejaba caer de rodillas, sin quitar las manos de su rostro. El niño no sabía lo que pasaba. Tomó el pincel y quiso entregárselo a esa mujer con los ojos ya cubiertos de lágrimas.

—Yasopp... ¿Cómo...?

La campesina vio al niño aproximarse a ella y él extendió su pequeño brazo que sujetaba el pincel. Parecía como si le entregase un pequeño ramillete de flores. El pescador sólo veía ese momento. Su mirada se enfocaba sólo en las manos de su esposa, de su boca las palabras ya no salían.

La campesina sólo dirigió la mirada hacia el rostro del niño, después hacia el rostro de su esposo. Se puso de pie con algo de esfuerzo y caminó hacia las escaleras. Torpemente las subió y una puerta cerrándose se escuchó.

El pescador se quedó petrificado. El niño bajó su brazo. Veía el pincel que tenía un poco de pintura amarilla. Con la otra mano tocó el pelo del pincel. El niño se dió la media vuelta y caminó hacia su padre. Sin dejar de ver el pincel, le dijo unas palabras.

—¿Por qué llora?

—Papá la hizo llorar...

El niño ya había manchado sus manos con la pintura. Le gustaba la sensación que sentía entre sus dedos y el color también. Le gustaba el mango de madera del pincel, que brillaba por el barniz que lo cubría. Le parecía un pincel muy bonito y no entendía por qué esa mujer que lloraba lo había dejado caer. El pescador se puso de pie, limpió sus lágrimas y tocó la cabeza del niño. Le dijo que lo esperara ahí y subió las escaleras. El niño sólo se sentó en el piso y jugaba con el pincel.

El pescador tocó una y otra vez la puerta. Llamó a su esposa una y otra vez por su nombre. Se arrodilló, se disculpó y lo intentó otra vez. Le dijo que quería contarle todo, pero no detrás de una puerta. Insistió nuevamente. Parecía no funcionar, sin embargó, la puerta de repente se abrió.

Su esposa estaba asustada y lloraba. Su mirada parecía que veía a un desconocido. Aún así lo dejó entrar. Él se sentía como el ser más repugnante del mundo. Jamás la había hecho llorar. Quería secar sus lágrimas, más ella se mantenía distante. Los dos se sentaron sobre la cama, casi dándose las espaldas. El pescador dirigió la mirada hacia ella. Pasaron minutos en silencio, sólo los sollozos se escuchaban. Él se armó de valor y se lo contó todo. Ella sólo lo escuchó. Escuchó como la persona que era capaz de escuchar por horas y horas a esa persona que podía hablar el mismo tiempo que ella dedicaba a escucharlo.

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⏰ Última actualización: Dec 10, 2021 ⏰

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