Sueño de una noche de verano (I)

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—¡Se acabó el albergue!—vociferó el señor Morán después de accionar el interruptor; mientras Jennifer y yo, sobrecogidos, creíamos que el tiempo se detenía. Y se detuvo.

Quedamos petrificados en la figura no santa donde, segundos antes, yo la tomaba de rodillas sobre el lecho y ella, de bruces, gemía y chillaba como lo que era: una posesa.

Muy lentamente, nuestros cuerpos se desligaron bajo el griterío del padre de Jennifer.

—¡Habrase visto inmoralidad!—dijo y se lanzó contra la hija con la intención de abofetearla.

Intercedí sin heroicidad, pero con violencia. Rodamos por el suelo liados en una  riña ridícula (e inofensiva) hasta que él se percató de mi desnudez y se apartó como si fuese contagiosa.

—Vístete—ordenó—Y piérdete de esta casa, hijo de puta.

—Mire, señor, esto es un malentendido—reclamé en mi mejor tono pacificador.

—¿Ah, sí? ¿Entonces no se la tenías adentro? ¿Entonces no querías templártela y caíste en su cama por casualidad, no es eso?

—Pipo,por favor, los vecinos— intercedió la víctima buscando concilio.

—¡Al carajo los vecinos, entre estas cuatro paredes escandalizo cuanto quiero.

—Cierto—le apunté—Sólo que a costa de lo que usted entiende por su prestigio.

—Ah,cabrón—se encolerizó Morán y trató de saltarme al cuello. Jennifer se interpuso.

Terminé de vestirme y salí hacia el cuarto de los huéspedes en busca de mis documentos. Desde la puerta de la calle me despedí de mi amante y escapé; al fin, de los improperios proferidos por el burlado guardián de la moral familiar.

«Mi padre es un retrógrado» advirtió Jennifer el día que accedí a visitar su hogar«Toda su audacia se reduce a lo literario, pero en la vida es el más conservador del mundo»

Yo creía lo contrario. Aquella aseveración me confundió.

El conocido crítico defendía sin ambages a Almodóvar y Bigas Luna; había polemizado en público en favor de Giardinelli, y en su hora fue hincha de Borroughs y Allen Ginsberg.

«No obstante» aportaba Jennifer«Fustiga a Caín, Severo y Arenas»

Era comprensible: su cargo de funcionario cultural, le impedía violar ciertos límites, manifestar algunas probables (y secretas) preferencias que pudieran desentonar. Y así habría de ser.

Sólo de verlo supe que se trataba de un afinado corifeo al que ningún deus-ex- machina sacaría de sus pautas.

Me recibió fríamente. Masculló algo cortés sobre los poemas míos recién publicados en una revista y entabló la plática que me granjearía su mala voluntad.

—Ustedes los jóvenes siempre creen tener la verdad. Ya Hegel vaticinó que con la madurez, se pierden los arrestos y dejan de cometerse las locuras de la juventud.

—Perdone, señor Morán, pero no lo entiendo.

—¡No puedes entenderme!—ripostó—. Razono en voz alta.
Por mí no había inconveniente. Es más, me alegraba. Estar sentado en un sofá forrado con vinil, a las cuatro de la tarde y oyendo hablar de Hegel, no entra en mis predilecciones.

Me puse de pie. En mala hora.

—Y hablando de filosofía, joven, ¿qué le parece Platón? —inquirió mi interlocutor sin venir a cuento.

—Me encanta —informé, sentándome—. Un tipo que absorbió el saber de su época es capaz de deslumbrar a cualquiera.

—Bueno, ciertamente, Filolao, Timeo y Arquitas no eran gran cosa. Todavía Heráclito, Parménides y Pitágoras...

Peripecias de un poetaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora