Sueño de una noche de verano (II fin)

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Volví a Sancti Spiritus al año siguiente a otro encuentro de escritores.

Esta vez tenía un buen motivo: Nelson, a punto de partir y negado a asomar por Camagüey para no hacerse más difícil el duro oficio del exilio; me sugirió despedirnos allí durante el evento.

Yo había obtenido un premio rimbombante de poesía y el libro acababa de publicarse con algún éxito. No acceder a mi solicitud de asistencia, era una grosería que los anfitriones se abstuvieron de permitirse.

Les ofrecí, como atenuante, una dudosa sobriedad y una intervención sobre la obra poética de Derek Walcott que terminó por seducirlos.

El certamen, como todos, no tardó en convertírseme en un suplicio. Máxime cuando Nelson, muy atareado con su último romance (quien venía acompañado de la novia, una frágil poetisa inédita nombrada Elena, que aparentaba no ver el torbellino donde su Demetrio optaba por Lisandro y mandaba al demonio a la inefable Hermia de La Poesía); se negó a presentar mi poemario su  pretexto de ser un tipo mal mirado por el estamento oficial.

Hube de dar por buenas sus razones y el lanzamiento resultó un desastre en boca del crítico que improvisó su discurso inspirado en mi religiosidad; sin atender para nada el hálito blasfemo del cuaderno asesinado.

La conferencia acerca del Premio Nobel, la impartí con tal molestia que de tan parco, fui injusto con el poeta caribeño. Nadie atinó a cuestionarse mis omisiones y finalicé la tarde frente a una copa de ron; tratando de apaciguar mi revivida homofobia.

Mi cuñado siempre formula:

—Etimológicamente.. ¿De dónde proviene la palabra mariconada?

Y se responde:

—De los maricones, ¿no?

Para concluir:

—Así, si no estás dispuesto a sufrir ninguna en carne propia, aléjate de ellos.

De eso se trataba. Nelson me había enredado en aquel debate, para después tirarme a mondongo, por un muchachito de los tantos que andaban deslumbrados con sus versos herméticos y con su imagen de príncipe ateniense.

El programa nocturno era espantoso. Andrés Morán disertaría sobre las nuevas tendencias de la poesía cubana. Me acordé de Jennifer. Nos habíamos escrito una docena de cartas más literarias que pasionales; pero nunca acertaba a pillarla por teléfono, y debía escuchar las catilinarias de su padre que, invariablemente, me identificaba antes de poder colgarle.

Al quinto timbrazo, Jennifer acudió.

—Hi—recité a Donne—"Was't not enough, that thou didst hazard us/ To paths in love so dark, so dangerous/ And those so ambush’d round with houshold spies...?”

—¡Morell! ¿Dónde estás?

—A siete cuadras de tí.

—Me cogiste de chifle. Iba a dormir donde Elvia Rosa—otra postmoderna que le sabría a rayos al señor Morán—Pues el casero espía tiene esta noche una arenga en la UNEAC, y como eso acaba en tertulia y bebezón, prefirió irse al hotel con el resto de la gente. Ven sin líos, hoy los senderos de amor no son lóbregos ni expuestos.

Retomé al caserón colonial de Maceo 54, pertrechado con dos botellas de aguardiente Cazalla, y ansioso por amoldar mi carne a las sinuosidades de un cuerpo concebido para el goce.

Me recibió con una ropa interior negrakligas incluidas) recién sacada de una coreografía Madonna.

—Un homenaje que Jessica te rinde.

—No nos conocemos.—apuntè.

—Aparentemente. Llevo año y pico contándole de tí—respondió.

Peripecias de un poetaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora