La Dama del Perrito.

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Una mujer desnuda es un lugar común. Pero si está apoyándose en un perro se sale un poco de lo cotidiano. Máxime si uno intuye que el animal juega un rol importante en el drama que empezará a desarrollarse después de la visión.

Y así fue: Astrid me recibió en pelotas la quinta vez que visité su casa cuando; tras otear por la mirilla de la puerta, abrió una sola hoja y susurró: «Pasa pronto» y, al escuchar el crac del llavín a mis espaldas me encontré frente a frente con aquella niña prodigio que acariciaba picaramente el cuello de su pastor alemán.

-¿Tú eres Morell, no? -me dijo el día que la conocí en una tertulia donde no paré de habla-. Yo soy Astrid.

-Encantado -murmuré, al tiempo que estrechaba su mano de largas uñas pintadas de violeta.

Todo en ella recordaba la víctima de un vampiro, delgada, alta, ojerosa, creyón labial color malva y un cuello modigliani listo para chuparlo, morderlo, lamerlo, o cualquier otro verbo cercano a la lujuria.

Llevaba un short tan corto que las hilachas salientes de su dobladillo, le rozaban apenas la parte alta de los torneados muslos blancos donde se destacaba; como un tatuaje, la maraña de vellos negrísimos que descendían casi hasta las rodillas.

Se cubría el torso con un leotardo rosado que resaltaba sus grandes senos y marcaba nítidamente unos pezones en los cuales quedé absorto hasta que dijo:

-Yo soy amiga de Gabriel. Él habla mucho de tí.

«Gracias, viejo» acoté mentalmente, pensando en la costumbre de Gabriel de enviarme a la oficina; una pléyade de ninfas con vocación de poetisas que escondían tímidamente la invariable libreta escolar«con foto de actor famoso en primera página» donde compilaban los versos que las hacían creerse, cuando menos, Alejandra Pizamik.

Casi siempre los poemas eran pésimos y las autoras unos caramelos; que se tomaban un charquito de miel a la menor insinuación, y acababan la historia acostándose conmigo a despecho de novios, enamorados y galanes ideales, para luego desaparecer a una velocidad increíble decepcionadas por mi falta de credulidad en su talento.

-Yo también escribo, ¿sabes? -siguió Astrid con el próximo paso de aquel ritual que me sabía de memoria.

-Bueno, si quieres, puedo echarle un vistazo a lo que haces. ¿Poemas, no?-pregunté por cumplir el acápite tercero.

-Poemas, claro. La prosa es un género de madurez-me respondió Astrid,saliéndose del libreto.

-¿Y qué edad tienes?-interrogué, impasible, tratando de retomar el cauce.

-Diecinueve. La misma de Rimbaud cuando dejó de escribir -volvió a violar el guión aquella muchachita pelilarga que calzaba las clásicas zapatillas deportivas de suela ancha.

-¿Tú has leído a Rimbaud, Astrid? -indagué sin más remedio que improvisar.

-No, pero Gabriel siempre lo menciona. Dice que él y Whitman inventaron la poesía del siglo xx.

-Sí, de alguna manera es así-proferí vagamente, y agregué, con intención de volver a lo trillado-Pero bien, ¿dónde están los poemas tuyos? La curiosidad es algo incontrolable.

-Aquí -fue lo que oí cuando me tendió un montón de hojas escritas a máquina y presilladas por el borde superior izquierdo-. No tengas pena conmigo. Estoy preparada para lo peor.

Acto seguido me dio la espalda con un chao tan rápido, que desarmó todos mis cálculos de llevármela a la cama; ponerla en esta o aquella posición y hacerle tales y más cuales cosas que inevitablemente deslumbran a las muchachas. Casi no alcancé a preguntarle:

Peripecias de un poetaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora