A manera de prólogo.

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Para un poeta, casarse es igual a ser cazado: de ambas maneras pierde la
libertad, o muere. Y yo prácticamente nací casado: desde los cinco años, al
divorciarse mis padres, sostuve con mi madre un tremebundo matrimonio (se
sobreentiende que afectivo) del cual traté de huir en cuanto pude. ¿Cómo? He
ahí el error: refugiándome en otras mujeres que también quisieron
amamantarme, sobreprotegerme, dictaminar mis actos y ofrecerme patrones de conducta para enfrentar el mundo. A los veintiuno me casé legalmente por vez primera y fue un rotundo fracaso. Tanto, que terminé volviéndome a enlazar con una de mis amantes para enredar las cosas definitivamente.

Pero todo eso lo he contado en otra parte. Ahora se trata de explicarles (y explicarme) por qué no puedo permanecer soltero y, al mismo tiempo, qué me impide portarme como un marido ideal y no andar a la caza de cuanta hembra se brinda a mis manejos o me provoca a caer en los suyos. Aquí debo precisar algo: por si no bastara, a los dieciocho me di cuenta que sería escritor y a los veintitrés (con dos poemarios terminados y un libro de cuentos a la mitad) me desposé terminantemente con la literatura. Una coyunda tan terrible como otra cualquiera: exige tiempo, fervor, oficio y fidelidad.

Mas la bigamia es un pecado y lo estoy purgando: sin mi mujer no puedo escribir y sin escribir no puedo acostarme con mi mujer.

Estos apuntes son el testimonio de esa purga. Tratando de escapar al acoso de mi media naranja, me dediqué a buscar (o aceptar) los episodios más extraños con el objetivo de saciar mi libido, acumular vivencias y engañar a mis anchas a Victoria —mi cónyuge— con la literatura.

Sólo que a la hora de crear tuve que narrarlo todo con pelos y señales y el exceso de erotismo roza la pornografía. Pero ese no es el final: durante la redacción de esta suerte de diario, al evocar las escenas que habría de transcribir, o imaginar otras que pudieron haber sido en el maremágnum de la fornicación, padecí
constantemente unas excitaciones contra las cuales no hubo mejor recurso que despertar a Victoria (suelo escribir de diez de la noche a dos de la madrugada, por un hábito adquirido para defenderme del cariño o la animadversión de las esposas) y hacerle el amor como un demente, de tantas y tan raras formas, que he vuelto a cerrar el círculo y Victoria es, a la vez, ella y el resto de las mujeres.

Finalmente, estoy en un atolladero: no sé si engaño a mi mujer con la literatura, a la literatura con la pornografía, o a la pornografía con mi mujer en esta especie de múltiple monogamia.

Soy un caso perdido. Si acaso estas historias les conmueven y sienten un ápice de clemencia para conmigo, no vacilen en tenderme la mano. La confesión es el primer paso para salir del pecado, lo demás lo dejo a vuestra paciencia.

Peripecias de un poetaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora