El "sí" de las niñas.

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-¿Qué dijeron las niñas?-preguntó Ronnie, y yo, risueño, le contesté:

-¿Qué pasa, mulato? Conmigo siempre dicen sí-era cierto. Desde que conocí a Aurora«mi primera esposa»comencé una cadena de aceptaciones invariables que aún no se había detenido.

Innúmeros asuntos de una noche, quince días, seis meses, o sólo cuarenta minutos en el baño de un restaurante donde una amiga protegía la entrada.

Después vino Victoria. La pasión se tragó todo sentimiento que intentase probar fortuna y desembocó en amor. Primero furioso y pueril, más tarde lírico y finalmenten tolerante en el capeo de alguna que otra tempestad.

Hasta Aurora, tan terca, sucumbió ante el empuje de tal ímpetu y me dio el sí cuando solicité el divorcio para casarme con Victoria. No obstante, ese segundo matrimonio no aplacó la catarata de asentimientos que era mi vida y; aquella mañana, me dirigía con Ronnie a la cita que nos dieran las dos muchachas convocadas por mi desenfado en cierta casita de un barrio elegante de la ciudad.

A Evelyn la conocí estando con Elizabeth«su hermana»un par de años atrás. Ella tenía catorce y mi amante veintiuno. Eran huérfanas de madre.Convivían con el padre en un exiguo apartamento ubicado en los altos del bar donde laboraba el cabeza de familia.

El viaje era corto: del trabajo a la cama y de ésta, al ron que no dejaba de consumir hasta caer rendido.

La casa tenía tres habitaciones: una sala/comedor/cocina, un dormitorio hecho dos a fuerza de buscar intimidad para las chicas; y un cuarto de baño al lado del cual una caja de fósforos, parecería la suite más lujosa de un hotel cinco estrellas.

Evelyn asistía a la secundaria y Elizabeth era dependiente en una tienda de confecciones femeninas.

Yo las visitaba todas las veces que podía escabullirme a la custodia de Aurora; y debía de aguardar que el progenitor se fuera a dormir, para que Elizabeth le diera a la niña una orden irrevocable y nos pudiésemos amar; deprisa y en silencio, sobre el sofá que marcaba la frontera entre la sala y los demás compartimentos.

Una noche, mientras Elizabeth hacía mil piruetas a horcajadas sobre mí, pude ver cómo Evelyn descorría la cortina del cuarto y nos espiaba con una atención más fuerte que la indicada por la simple curiosidad.

Fue un estímulo extraño.

Acomodé a su hermana de tal manera que ella admirase con toda propiedad las entradas y salidas de un sexo en el otro; al tiempo que con los ojos la invitaba a un juego que no tardó en aceptar al abrir por completo el cortinaje y enseñarme su núbil delgadez con la misma insolencia de quien propone la compra de un arenque por el precio de un pargo emperador.

Aquello cambió la tónica de mis visitas. Evelyn se tornó más gentil. Me brindaba refrescos, cafés, rones, y los iba trayendo junto al roce de sus dedos por mi brazo; de sus pezones erectos bajo la blusa contra mis mejillas, o del borde interior de sus muslos con la línea de esas miradas que no podía controlar; entre tanto abrir y cerrar de piernas a la sombra de la eterna minifalda.

Por fin un día Elizabeth se sintió indispuesta y Evelyn se brindó para alumbrarme la escalera con un quinqué. No dio señal alguna.

Sin necesidad de caricias preliminares ni de otra cosa que no fuese furia, nos ensartamos en un acople frenético que duró exactamente lo que tardamos en llegar a la puerta de la calle.

Evelyn no era virgen. Por tanto, la anterior ceremonia de visualización, no encerraba otro secreto que el placer de fisgonear.

Así seguimos varias semanas. Ella se las arreglaba para otear todos nuestros lances; y yo la veía masturbarse en la penumbra. Después cambiamos la táctica: Evelyn sustraía a su padre la llave del tugurio, y allí nos encontrábamos en plena madrugada procurando gozar sin romper ningún recipiente de los muchos que acechaban desde la inviolable oscuridad.

Peripecias de un poetaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora