La tormenta

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Las nubes en su tonalidad más oscura se aproximaban con rapidez, provocando que el viento corriera con gran fuerza. La tormenta llegaría en minutos, así que Hilda terminó de recolectar las últimas frutas y verduras que faltaban. Tantas como pudiera para poder  tener suficiente comida durante unos días. 

La lluvia comenzó a empeorar, así que corrió hacia la cabaña lo más rápido que pudo, cuidando que en el camino no tropezara con una piedra. Debía apresurarse, pues el río que había de cruzar, crecería tanto que le impediría llegar con su pequeña hermana, quién ya la esperaba en casa con la cena lista. Lo sabía por el humo saliendo de la chimenea.

El agua ya estaba muy salvaje, era imposible ver las piedras debajo de aquel borbollón de agua. La preocupación visitó los pensamientos de Hilda, hasta que su hermana Bárbara lanzó una cuerda.

—¡Hilda, toma la cuerda! no podrás cruzarlo sin sostenerte de algo. — gritó Bárbara empapada en agua.

—¡La comida! Se la llevará la corriente. — contestó Hilda preocupada.

— ¡Hazlo ya! — con gran angustia le insistió su pequeña hermana.

Entre relámpagos que encendían el cielo y truenos que asordaban aquel salvaje día, Hilda logró cruzar la corriente sana y salva. Rieron orgullosas por la gran hazaña, felices de estar con bien.
Corrieron a casa, se pusieron ropa seca y cenaron mientras el sonido de las goteras sonaba dentro de las cubetas.

Las hermanas aprendieron el significado de ver por la seguridad de la otra desde que eran muy pequeñas.

Un trágico accidente les arrebató a sus padres. Siendo ellas las únicas sobrevivientes de ese fatal suceso.
Desde aquel día, prometieron estar siempre unidas.  Sin permitir que nadie las  separase.

Cuando los policías revisaron el vehículo destrozado el día que se volcó, solo había juguetes y maletas con ropa de las niñas pero ningún rastro de ellas. Habían corrido lo más lejos que pudieron hacia lo más profundo del bosque. Conocían bien el camino, tenían una cabaña junto al arroyo. Era su guarida y no se alejaban mucho de la zona, no hasta que nadie pudiera separarlas enviándolas a una casa de acogida u orfanato. Los policías buscaban en el lugar alguna señal de Hilda y Bárbara, lo único que encontraban eran muebles viejos y una cabaña abandonada. Huían antes de que ellos llegaran y volvían por la noche cuando se habían cansado de buscarlas. Así por algunos años hasta que ya nadie las buscó más. Por supuesto que sabían de su paradero, pero ya eran lo suficientemente grandes como para buscarles un hogar temporal. Habían logrado liberarse de esa pesadilla que las acecho por años. Aunque siempre mantuvieron la guardia arriba, vivían solas en aquel bosque, cualquier peligro podía alcanzarlas.

Una noche, entre la oscuridad del bosque, un ruido alarmador despertó a Barbara.
Cuando digo alarmador me refiero a una alerta de que alguien se aproximaba.
Las ramas se movían de diferente manera a lo habitual y el delicado crujido de hojas secas sobre el pastizal alcanzaba a llegar hasta los tímpanos de aquella joven atemorizada.
Las noches en aquel lugar eran totalmente insonoras, por eso, cualquier ruido, por más pequeño que esté fuera, podría ser escuchado a varios metros de distancia.

Con miedo, se levantó de la cama, con la delicadeza de una pluma para no despertar a su hermana Hilda. Bajó las escaleras lo más despacio que pudo para evitar que crujiera la madera, aunque todo esfuerzo fue en vano, la madera crujía inevitablemente. Hasta que finalmente se paró frente a la puerta de entrada, justo antes de fijarse por la mirilla, tocaron la puerta cuatro veces seguidas, con gran fuerza.

– Señoritas Witters — llamaron a la puerta.

Era la voz de un hombre joven. Repetía constantemente que estaba perdido, al parecer había entrado al bosque después de pescar y la oscuridad de la noche le habría impedido salir del lugar. Conocía a las chicas ó al menos conocía su apellido, fue lo que más intrigó a Bárbara, pero por más que intentó identificarlo por la mirilla, nunca logró reconocerlo. Fue entonces cuando Hilda bajó las escaleras preguntando quién era, a lo que su hermana no supo responder.
Esa noche durmieron en la sala junto a la puerta, con un atizador cada una de ellas. Listas para atacar a quien irrumpiera en su hogar.

En algún lugar del cielo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora