PRÓLOGO

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Canción: Hans Zimmer - Mountains


Palermo, Italia

23 : 47 p.m.


Alguien me seguía. 

Sus pasos eran silenciosos, pero su presencia era innegable. Podía sentir el peso de su mirada clavándose en mi espalda, una sombra insidiosa que parecía devorar el poco valor que me quedaba.

Sin intentar llamar su atención, probé a contactar por teléfono a mis padres. Mi corazón se aceleró al ver la pantalla en blanco: la línea de llamadas y mensajes estaba cortada. Mi respiración se volvió irregular, mientras los nervios y el miedo se apoderaban de mí. Intenté recordar lo que ellos me habían dicho, las advertencias, pero en aquel momento se sentían tan lejanas, como ecos en una pesadilla olvidada.

Deberíamos haber prestado atención a las señales. Nos creímos invencibles, depredadores, lobos entre ovejas. Pero tomamos por oveja al lobo más peligroso. Ese error, lo entendí ahora, podría costarme la vida.

Giré levemente la cabeza sobre mi hombro y, a través de la penumbra, vi su sonrisa. Una curva perversa bajo la sombra de su capucha. Me estaba dando una oportunidad, o eso quería hacerme creer.

Estaba claro. 

Corre —canturreó, disfrutando de mi miedo.

No me lo pensé dos veces.

Corrí con todas mis fuerzas, el asfalto frío bajo mis pies descalzos. Mis pulmones ardían, cada bocanada de aire quemaba mi garganta, pero no podía detenerme. No podía permitírmelo. Sabía que él me seguía, que cada paso que daba, cada giro desesperado por las calles desiertas, solo alimentaba su juego macabro. Sabía que me alcanzaría. La pregunta no era si me atraparía, sino cuándo.

Mis ojos buscaron desesperadamente algún indicio de vida. Luz, movimiento, algo que me indicara que no estaba sola en este infierno. Finalmente, unas farolas comenzaron a iluminar el horizonte al final de la calle, y mi corazón dio un vuelco. Quizá había una salida. Quizá podría librarme de él.

Pero el silencio detrás de mí se volvió aún más aterrador. Ya no oía sus pasos. Giré la cabeza brevemente, esperando ver su figura acechante en la oscuridad, pero no había nadie. La calle estaba vacía.

Por un instante, el alivio me invadió. ¿Se habría ido? ¿Quizás desistió, dándose cuenta de que en un área iluminada no podría hacerme daño sin que alguien lo viera?

Pero no podía arriesgarme. Seguí adelante, tropezando y tambaleándome, hasta que alcancé las puertas de varias casas. Grité pidiendo ayuda, golpeando timbres, pero nadie respondió. Las ventanas permanecían oscuras, los hogares, silenciosos. Era como si el pueblo entero estuviera dormido o abandonado.

¿Dónde estáis?

En los últimos días, creí que estaría a salvo con ellos vigilando en la distancia. Pero puede que alguien los vigilara a su vez a ellos. De una manera u otra, esperaba que pudieran venir en mi ayuda. Había perdido la cuenta de las veces que intenté contactarles esta noche, y su ausencia me mantuvo en alerta. Pero a estas alturas no creía que fueran a salvarme.

No me importaba

No me iba a detener para comprobarlo.

Aún estaba lejos de mi casa y aunque el pueblo tenía pocos habitantes, era bastante grande y me tomaría casi media hora corriendo hasta llegar a la mansión. Por lo que mi única salida era buscar auxilio.

Seguí gritando hacia las puertas de los hogares e hice sonar algunos timbres pero nadie respondió. Las calles seguían desiertas, y ni un alma asomaba a través de los cristales en las casas. Era una pesadilla.

Pasé frente a un poste donde un panfleto colgaba con el mensaje:

"Festival de verano"
Fecha: 17 de agosto
Junto al puerto pesquero a las 12 p.m.

Mi corazón se hundió. Lo había olvidado. Esa noche, todos los habitantes estarían en la costa, celebrando. Y yo estaba sola en este pueblo vacío, atrapada en una pesadilla de la que no había escapatoria.

De repente, una luz se encendió en una ventana frente a mí. Mi esperanza renació por un instante, preparándome para gritar, cuando sentí un frío mortal deslizarse por mi cuello. La hoja de un cuchillo.

—Alza la voz y esto resultará más doloroso de lo que debería —susurró en mi oído, su voz tan suave como letal.

Mis ojos buscaron desesperadamente en la ventana iluminada, rezando porque alguien mirara, porque alguien notara algo. Sentí cómo se me paralizaba el cuerpo, mientras él mantenía la presión en mi cuello, y su risa baja me hacía temblar.

—Dime, ¿te has divertido correteando por las calles, clamando auxilio al vacío? —su voz destilaba un desprecio que me desgarró por dentro.

Dejé de respirar. Me había seguido todo este tiempo, observando cada paso de mi inútil carrera, disfrutando de mi desesperación mientras yo gritaba en vano. El recuerdo de mi última cacería me golpeó de repente, pero esta vez yo era la presa, atrapada en su juego.

Con una sonrisa maliciosa, deslizó en mi mano una flor. La reconocí al instante. El terror me recorrió como un veneno, y tuve que reprimir una arcada al comprender lo que significaba. Aquella flor era su firma, su marca final.

Noté su cuerpo inclinarse levemente hacia el mío, mientras su mano enguantada se deslizaba por mi clavícula, subiendo por mi cuello hasta rozar mi mandíbula. Yo no hice el menor movimiento para apartarme. Sabía que había ganado, y cualquier resistencia sería inútil.

—¿Quién iba a decir que alguien como tú podría llorar? —rió suavemente, mientras su pulgar limpiaba una lágrima que no recordaba haber derramado.

—Yo... yo no fui parte de eso —susurré, tratando de justificarme, aferrándome a la poca dignidad que me quedaba.

Su mano se detuvo. La tensión en el aire se volvió casi insoportable.

—Tampoco lo detuviste —replicó con una frialdad que me heló hasta los huesos.

Y tenía razón. No hice nada para detenerlo. Y esa culpa era un peso que había llevado conmigo desde entonces, un recuerdo que me atormentaba en cada momento de soledad.

Entonces, oí el sonido de pasos en el interior de la casa. Mi última esperanza. Mis ojos buscaron la ventana iluminada, esperando que alguien mirara, que alguien viera la escena que se desarrollaba frente a su hogar.

Pero nadie apareció.

Él acercó su boca a mi oído, susurrando su sentencia final:

—Dales un mensaje de mi parte, ¿quieres? Diles que ellos serán los siguientes.

Intenté hablar, pedirle que me perdonara, que les perdonara. Pero entonces él se burló, con una voz cargada de veneno.

—No te preocupes. Se los dirás, pero no con palabras.

La hoja cortó mi garganta en un solo movimiento, limpio y brutal. Sentí cómo la calidez de mi sangre se derramaba por mi cuello, empapando mi vestido, la acera. Mis manos volaron instintivamente al corte, intentando detener lo inevitable.

Me ahogaba. Mis fuerzas me abandonaban rápidamente, y mi visión se volvía borrosa. Caí al suelo, mi cuerpo cediendo ante el peso de la oscuridad que me envolvía.

Lo último que vi antes de que todo se desvaneciera fue su figura, alargada y siniestra, desvaneciéndose en la noche, devorado por las sombras de las que había salido.

Diario de una sombraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora