Cosas Divertidas

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Amelia le debía su nombre a su abuela materna, y con una sonrisa típica de un pensamiento inocente pero que sabe que está haciendo algo con picardía, decía que también había heredado sus grandes tetas, y después largaba una carcajada estruendosa.

La primera vez que la vi fue una mañana de enero, el calor hacía que todos buscáramos vestir lo más liviano y fresco posible; ella comenzaría a trabajar en mi casa como asistente personal después de haber atravesado un curso que daba el gobierno donde personas con diversidad intelectual eran entrenadas para ayudar a otras con diversidad física.

Yo sabía que tenía retraso madurativo moderado, 25 años y que la habían escogido por su perfil voluntarioso y alegre, cualidades que cuajaban bien conmigo.

A las 10 de la mañana en punto, Claudia, la asistente social, y Amelia llegaron a casa para hacer las presentaciones formales que no duraron más de veinte minutos.

Cuando la vi quede impactado por la belleza de su rostro, ojos grandes e inquietos, una nariz perfecta y unos labios carnosos y seductores. Vestía una remera musculosa que a duras penas cubría sus senos, un short de algodón blanco y zapatillas haciendo juego. Era bajita y tenía unos kilos de más.

Desde el primer día nos caímos bien, nos reíamos mucho trabajando juntos, escuchábamos música o charlábamos de diferentes cosas cuando no tenía algo para hacer. Para mí era estar disfrutando de la frescura de una adolescente con cuerpo de mujer.

El trato cotidiano hizo que la confianza mutua se acrecentara lo suficiente como para tocar temas más personales, así, conversamos largas horas sobre el amor, el noviazgo, nuestros sentimientos y por supuesto el sexo. Me contó que había tenido algunos novios con los cuales había hecho "algunas cosas divertidas" y se reía con vergüenza; después me preguntaba a mí y yo le respondía tratando de no ahondar en detalles, pero su curiosidad e insistencia me obligaron en más de una ocasión a ser sumamente explícito. Noté que al terminar mis descripciones su postura cambiaba radicalmente, esa mirada se cargaba de deseo y no dejaba de morderse el labio inferior; para mí esto era algo perturbador pero muy excitante, sabía que estaba en una posición de ventaja con respecto a su madurez y me mortificaba que mis años de nula actividad sexual me instigaran a aprovecharme.

Ese verano fue particularmente caluroso, especialmente por la tarde, donde el sol castigaba impiadosamente a cada ser vivo. En el patio de casa había mandado a instalar una pileta de lona como para refrescarme ante esa temperatura y por supuesto que invité a mi asistente a que trajera su traje de baño y usara la pileta cuando quisiera, fue así que cierto día Amelia me dijo que había traído su maya para bañarse, nunca pensé que fuese una bikini infartante de color negro que apenas cumplía con el objetivo de cubrir sus pechos y su vulva, detrás un triangulito que terminaba donde el resto de la tela se perdía entre los cachetes de su culo.

Alrededor de las tres de la tarde y terminado su trabajo me preguntó si podía ir a la pileta, por supuesto que accedí con mucho gusto ya que ese día su labor fue ardua y pesada, me ayudó a ordenar toda mi biblioteca, algo más de cien ejemplares donde habitaban libros de literatura moderna con un par de incunables que había conseguido por un precio imposible de creer.

Fue al baño y después de unos minutos se presentó en mi habitación con esos trocitos de tela que oficiaban de bañador, al verla así todo freno inhibitorio que me quedaba desapareció por completo siendo mi cuerpo un cuenco que rebasaba de lujuria.

Me quedé sin poder pronunciar palabra, absorto en ese cuerpo voluminoso y casi desnudo.

Un calambre en la pierna izquierda me arrancó de ese estupor como si fuera una cachetada, hice una mueca de dolor y Amelia vino corriendo hacia mí, casi lanzándose de rodillas me preguntó si estaba bien y automáticamente me masajeó en el punto exacto de la molestia. Esto ya me había ocurrido otras veces y sabía perfectamente cómo solucionarlo.

El contacto de sus manos con mi pierna y la visión de esos pechos vagamente cubiertos eran una sobredosis de estímulos que nublaron mi razón, sin pensar estiré mi brazo todo lo que pude pero por la atrofia que tenía sólo se extendió unos pocos centímetros, nunca alcanzaría a tocarla y una lágrima de rabia cayó por el abismo de mis mejillas.

Amalia levantó la vista y me vio en silencio, estaba seria y percibí en su mirada la comprensión que nadie en el mundo había tenido por mí hasta ese momento, sin mediar palabra levantó la cola de sus talones elevándose de tal manera que me ofrecía sus pechos generosamente, en ese acto su piel me regaló la tersura que sólo en sueños había tenido. Instintivamente busqué sus pezones erguidos y duros, al tocarlos un quejido de placer escapó de su boca sintiéndolo dulce y húmedo...

No me costó nada correr la tela de la pieza superior del bikini para descubrir esos botones de carne que me llamaban a llenar mi boca con ellos, y así lo hice. Chupé furtivamente primero uno y después el otro con la misma devoción, mordisqueaba suavemente arrancándole gritos y gemidos desaforados, con mi lengua subía y bajaba, hacía círculos, lamía las aureolas morenas hasta el agotamiento, disfrutando de la exasperación placentera de la chica.

De repente se alejó de mí caminando hasta mi escritorio, corrió las cosas que estaban encima y se sentó, abrió sus piernas y me dijo - haceme cosas divertidas - entendí lo que quería inmediatamente.

Coloqué mi silla de tal manera que el comando no interrumpiera mis objetivos y hundí mi cabeza entre sus piernas que ya se habían posado por arriba de mis hombros; saqué mi lengua y una pasada rasante por encima de la tanga logró una contracción de placer arqueando su torso hacia atrás, le pedí que descubriera su vulva, y desatando dos moños a los costados de su cadera, descubrió su sexo chorreante. Era la primera vez que veía auténticos gotones salir de la vagina de alguien, la cantidad era soberbia, majestuosa. Como un suicida lanzándose al vacío bajé mi cabeza, abrí mi boca y tapé su clítoris; succioné tiernamente por unos segundos logrando que enloqueciera, a partir de ahí entre mi lengua y su perla rosada hubo algo personal, aprecié, como si de una fruta madura se tratase, el endurecimiento de su botoncito, su cambio de temperatura y humedad; lo saboree hasta aprenderme de memoria cada milímetro y su textura correspondiente. A esta altura ella sólo gemía poseída por mi sexo oral y al cabo de unos minutos un chorro de líquido me llenaba la boca y empapaba el resto de mi cuerpo. Ese tremendo squirt provocó que me acabara sin tocarme.

Ahora su risa retumba en toda la casa cada vez que le digo "hagamos cosas divertidas".

Letras HúmedasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora