Sonidos en Palacio

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-¡Pero bueno!- la voz angustiada de una joven se escuchó por todo el palacio.

La joven se encontraba apoyada en un pequeño tocador blanco que tenía un gran espejo con detalles en dorado.
Detrás de ella, una mujer castaña entrada en años tiraba de unas pequeñas cuerdas que salían de un corset color crema.

-Creo que he engordado- dijo la muchacha con la voz apagada por la fuerza que su doncella estaba ejerciendo en el corset.

-O tal vez este trasto ha encogido- dijo la mujer con humor.

Las dos mujeres se rieron. La niña del corset era una muchacha de veinte años, con una piel blanca y suave como la seda, que estaba adornada con muchas pecas en diferentes partes de su cuerpo. En su cara, dos ojos azules con unas pestañas pequeñas pero bastantes onduladas hacían conjunto con una nariz respingona y unos labios finos. Su pelo rubio estaba recogido en un moño alto que la hacía parecer más joven.

-¿Por qué se llevaba esto antigüamente?- preguntó la joven- estoy segura de que no puede ser bueno para las costillas.

-Bueno, quizás las jóvenes de antes eran tan tiquismiquis con su figura como las de ahora- le respondió su doncella mientras le ponía un vestido blanco con detalles en azul que llegaba hasta el suelo-, ya está Juliette.

La susodicha respiró hondo al verse enfrascada en aquel vestido. Era muy bonito, pero no iba con ella, aunque no podía quejarse, era de los más cómodos que se había puesto antes. Miró detrás de ella y vió a su doncella. Esta era una mujer bastante mayor, con la que había compartido momentos importantes de su vida. Llevaba un vestido bastante ceñido en negro, que le llegaba hasta por debajo de las rodillas, y unos delicados zapatos sin tacón también en negro.

Las dos mujeres caminaron por varios pasillos del palacio hasta llegar a un sala grande y ostentosa, que encontra de lo que parecía un patrón de blanco, era de color rojo.

La mujer tenía una sonrisa incrustada en la cara, que no combinaba con nada más. Sus ojos expresaban intranquilidad, ya que no sabía lo que se encontraba detrás de aquella gran puerta. Era un misterio para el servicio de la casa, pero eso no quitaba que cada vez que la muchacha rubia salía de la estancia, se encontraba alicaída y siempre era ella quien debía intentar consolarla, pero sin hacer preguntas sobre el tema, lo que lo convertía en una empresa prácticamente imposible.

-¿Estás segura de querer volver a entrar?- preguntó la sirvienta.

-¿Pero qué dices Ana?- preguntó con humor Julie- Es mi deber.

-Pero podría hacerlo el niño Nicholas...

Ana no pudo terminar la frase, Juliette había girado sobre si misma hasta quedar cara a cara con su doncella. La expresión de la joven había cambiado drásticamente, ya no se podía admirar una de las sonrisas características de la muchacha, ahora su ceño se encontraba fruncido, y sus labios habían formado una extraña mueca de indignación.

-¿El niño Nicholas?- preguntó con burla- El niño Nicholas de lo único que podría preocuparse es de ser un buen heredero, aún siendo tres años menor que yo.- una risa muy forzada salió de sus labios- Yo debería ser... Pero no, el hombre es quien debe reinar, estamos en el siglo XXI y se comportan como si viviésemos en la Edad Media.

La joven respiró tan profundo como pudo, aguantando las lágrimas y el quemazón en la garganta que se había formado por la rabia y la tristeza.

La anciana mujer observó con detenimiento a la joven, no, a la mujer rubia que se encontraba enfrente suya. La mujer que una vez fue una niña testaruda y aventurera, gentil y alegre, y que ahora se había convertido en una persona valiente y orgullosa, servicial y audaz, amoldada a las necesidades de la gente que la rodeaba.

-Tengo que irme, Ana.

La susodicha no dijo nada, no necesitaba hacerlo, Julie no iba a atender a razones. Razones ridículas, pues una de sus obligaciones en la familia McFrendrik era cruzar esa puerta, y adentrarse en una de sus peores pesadillas.

Y eso fue lo que hizo, dejó a su doncella atrás y abrió las puertas de par en par, sin miedo, dejando ver una oscura habitación de paredes rojas, en la que varios objetos quedaban ocultos bajo grandes sábanas blancas. La estancia era fría y siniestra, daba la impresión de que nadie había puesto un pie ahí jamás.
Detrás de Juliette, Ana intentó ver algo más que el polvo y los cuadros viejos que estaban colgados en las paredes, pero como tantas otras veces, no había nada más que sus ojos pudieran ver.

Julie se dio la vuelta y con una de sus peculiares sonrisas, entrecerrando los ojos y enseñando sus blancos y perfectos dientes, cerró las puertas poco a poco, dejando a la mujer castaña en el lado limpio y pulcro de la puerta.

La mujer se quedó ahí largo tiempo, agudizando su oído para poder distinguir los sonidos que ya se sabía de memoria, pero que nunca había podido ver con sus propios ojos de donde provenían.
Nadie lo sabía con certeza, mas poseían la información suficiente como para inventar alocadas teorías de lo que sucedía en aquella habitación.

Una vez, Sara, la encargada de guiar a los turistas y colegiales a través del castillo, le había contado una de las muchas suposiciones que había hecho sobre el Misterio de la Sala Roja, como muchos la llamaban.

<< -Yo creo que al otro lado de la puerta, se esconde un ogro.

Ana no pudo evitar la risa. Sara era hebrea, una treinteañera intelectual y sofisticada, piel dorada, ojos negros como el carbón, pelo negro y ondulado. Tenía un gran sentido del humor, pero sabía controlar sus impulsos, al igual que su mal genio. Era guapa e inteligente, una combinación que le había garantizado una vacante en la corte del palacio dando una buena primera impresión a los visitantes del castillo.

-Oh, querida, creo que ves demasiadas películas.

-Vamos, Ana, ya te he dicho que es una de las opciones más probables.

-Creí que eras una chica inteligente, pero no sabía que además tuviese un gran sentido del humor.

-No estoy bromeando, he leído en internet que esos seres pueden llegar a tener una altura de tres metros, y los más pequeños de dos.
Lo que explicaría el por qué de esas puertas tan grandes, además he oído que antigüamente se pensaba que los ogros podían controlar el fuego y el aire, lo que nos aclararía la razón de lo que parece una tormenta cada vez que esa muchacha cierra las puertas. >>

Y esa había sido una de las más ridículas hipótesis que la mujer había escuchado.
Esperó lo que parecieron minutos largos y cansados por sus ya muy debilitadas piernas, pero lo que esperaba con ansias por fin se pudo percibir en el silencioso ambiente.

Primero, una puerta pesada pareció abrirse en la distancia, como si la estuviesen arrastrando con mucho esfuerzo.

Después, se escuchó un sonido que se asemejaba al azote de un viento fuerte.

Y, por último, otra puerta volvía a cerrarse por una fuerza sobrehumana.

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⏰ Última actualización: May 18, 2015 ⏰

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