2. Lluvia

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Las primeras gotas empezaron a caer poco antes de que llegaran a la aldea. Los truenos resonaban a la distancia y el viento que venía del este mecía con fuerza las hojas y traía consigo el olor de la lluvia. Poco a poco, el camino de tierra frente a ella se compactaba y, con él, su corazón se encogía bajo la presión de unas manos invisibles que se apretaban más a medida que avanzaba.

Soltó un suspiro tembloroso y adolorido mientras su aliento dibujaba pequeños remolinos frente a ella, sería peligroso si la temperatura seguía descendiendo. Empezó a amasar un poco de chakra a su alrededor para mantenerlos cálidos y evitó levantar el impermeable que los cubría. Contra su pecho, el pequeño recién nacido siguió durmiendo placido.

Uchiha Madara estaba cansada. No recordaba cuantos días había caminado, tampoco sabía cuándo fue la última vez que había comido, tampoco cuando había dormido.

Su cabeza la estaba matando, ideas y voces, afloraban en su mente sin descanso, tan fuertes que eran imposibles de ignorar. Cuando se fue, tontamente pensó que podría librarse de ellas. Las ideas desaparecerían, las voces se calmarían, y podría empezar de cero.

Había sido tan ingenua... tan tonta. No importaba a donde fuera, no importaba quien pretendiese ser, simplemente no había un lugar para ella, ni dentro ni fuera de la Aldea.

Estaba cansada. Hacía ya tiempo que se había desecho de casi todo y, aun así, sus pasos se sentían pesados, como si arrastrase mil cosas con ella.

Ella estaba simplemente agotada. Pero, incluso así, en medio del remolino que eran su cabeza y su cuerpo, sabía que debía mantenerse. Si no por ella, al menos por ese pequeño que lamentablemente había terminado a su cargo.


La brisa suave de principios de otoño mecía los árboles y las briznas de hierba, haciendo que la naturaleza bailara con delicadeza a su alrededor mientras el sol se colaba entre las hojas amarillentas y luchaba por iluminar el bosque.

Andaba sola por el camino de tierra, hacía tiempo que había dejado de prestar atención hacia donde iba. Después de días de andar entre aldeas y ciudades, encontrando solo rechazo en las caras que veía, había entregado su mente al dulce consuelo de la desorientación.

No sabía dónde estaba, no sabía hacia donde iba, y eso no importaba. El camino, el bosque y el tintinear del cascabel que colgaba de su sombrero eran un leve escape de su mente adolorida.

Simplemente sigue caminando, no sabe cuánto, hasta que, a lo lejos, logra escuchar voces. Su mente regresa a ella por un momento, haciéndole concentrarse en el grupo de personas que se acercan.

Una familia pequeña de civiles.

Dos niños ruidosos hablan y gritan mientras dan vueltas alrededor de los adultos. El hombre, de piel canela y brazos fuertes, logra recordarle un poco a Hashirama. Los niños se parecían a él, igual de morenos, mientras que la mujer que los acompañaba lucía como una extraña. Rubia y de facciones refinadas, parecía la hija prófuga de algún noble.

Los miró por un momento, antes de esconder su rostro bajo la sombra de su sombrero.

Cuando están lo suficientemente cerca, los niños la notan, los adultos los sujetan de las manos y se hace el silencio. A medida que pasan, tratan de no mirarla y ella simplemente los ignora de vuelta. Todos siguen su camino y, cuando están lo suficientemente lejos, vuelve a escuchar las voces animadas de los niños.

La imagen de la familia sonriente se queda grabada en sus ojos, viejos destellos, recuerdos borrosos y dolorosos regresan a ella, sus pensamientos vuelven a arremolinarse con nueva fuerza en su mente ya cansada y la migraña empieza a aflorar en el fondo de su cabeza.

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