Francia 1789: la semilla de la Revolución crece sin control alguno.
Eugène, un joven optimista y soñador que vive en la pobreza absoluta, escucha las ideas llenas de cambio y sueños de Igualdad, Fraternidad y Libertad. Palabras que le harán dar el...
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13 de julio 1789
La estancia que Charlotte les había cedido para el baño y posterior reposo estaba cubierta por una densa capa de vaho. Era una habitación amplia, con un par de sillones de grandes orejas, una cama majestuosa enmarcada por un dosel de seda y un gran ventanal que daba al jardín de la mansión. Tanto la pequeña chimenea de mármol como las velas estaban encendidas y del techo se balanceaba una lujosa araña. Minutos antes, habían brindado con vino español en el salón mientras una sirvienta les preparaba, supuestamente, las tinas. Sin embargo, apenas se quedaron a solas, descubrieron que su anfitriona les había tendido una trampa, pues solo les preparó una. Para Eugène, aquello nunca había supuesto un problema, por lo que empezó a quitarse la ropa sin reparo. Le urgía dejar atrás esos trapos hediondos. Samir, en cambio, permanecía junto al gran recipiente, con la mirada fija en el agua, mirándolo a hurtadillas y masajeándose la frente con aquel gesto recién adquirido, como si la situación le provocará cierta incomodidad.
Al verlo dudar, Eugène dudó también. Ladeó la cabeza y lo miró con dulzura. Su amigo tenía la espalda recta, un porte nuevo y elegante y media sonrisa que se ocultaba detrás del cabello —no muy largo— que le caía sobre el rostro. Se le había rasgado la camisa y parte de su torso quedaba al descubierto. Sintió ganas de acariciarlo, no como en ocasiones anteriores, sino de verdad. Quería recrearse en la sensación de aquel tacto y conocer las perfecciones e imperfecciones del cuerpo que tenía ante él. Sí, definitivamente, quería verlo y sentirlo como nunca antes lo había hecho. La sombra de Nicolás seguía ahí, y, por extraño que fuera, parecía ser la misma que ahora lo atraía hacia aquel Samir renovado.
Pero ¿en qué estaba pensando? Todo aquello era un sinsentido. Eran amigos, ¡hermanos!, y que Samir recuperase la memoria y volviese a ser el de antes solo era cuestión de tiempo.
Agitó la cabeza de un lado a otro, tenía que aparentar normalidad.
—¿Todo bien? —preguntó su compañero, de pronto.
Solo entonces, Eugène se dio cuenta de que Samir había observado su monólogo interior y lo miraba como quien mira a un loco simpático, o a un crío que juega, inocente, con sus amigos imaginarios. O, peor aún, como si lograra descifrar sus pensamientos.
Respiró profundo.
Dejó su camisa sobre el respaldo de una silla caoba, frente a la chimenea, caminó hacia él y lo cogió de las solapas del chaleco.
—¿Te vas a bañar vestido? —preguntó con la voz ronca.
«¿Qué haces, Eugène?», se reprendió a la vez. Su cuerpo, su boca, sus gestos... se habían aliado para contradecir a su mente.
Entonces, Samir llevó la mano al rostro de su amigo, deslizando, muy despacio, las yemas por su mejilla hasta detenerlas entre los labios.
—Eugène, no deberías morderte tanto. Te has hecho un poco de sangre. ¿Te duele? —Había pronunciado su nombre de una forma especial, lenta y cariñosa, una declaración y un deseo encerrados en un suspiro. Eugène negó y lo miró de frente, allí donde unas largas pestañas decoraban sus ojos negros y aquel brillo verde y desconocido. Por un segundo le pareció estar ante Nicolás y quiso apartarse, pero entonces, fue Samir quién lo agarró de la cintura con la única intención de impedir que se alejara—. ¿Qué sucede, Eugène?