Capítulo III: "Los monstruos también sufren".

72 12 8
                                    


Aún no quería abrir los ojos.

Mi mente intentaba asimilar los hechos: un grupo de hombres me habían secuestrado, me habían metido en la Cabina de la Diversión, me habían llamado "La hija número quinientos", y me habían obligado a enfrentar situaciones mortales. Hasta había tenido que usar mi boca para robar un anillo. Puaj.

Lo único interesante que había descubierto era que Ariel tenía un brazalete como el mío. El suyo era plateado como la luna, y el mío, dorado como el sol ¿De qué estarían hechos? ¿Por qué Jacinto no contaba con uno? ¿Qué estaba sucediendo en realidad?

—Abril —me llamó una voz familiar.

Levanté los párpados.

Estaba sentada en una butaca de un cine. Las luces estaban apagadas, y se estaba proyectando una película de terror. Miré mi ropa, y noté que vestía del mismo modo que en el nivel uno: jean y mi camisa a cuadros ¿Habrían reparado mi ropa?

A mi derecha, se encontraba Jacinto, quien sostenía una caja de pororó.

—¿Querés pochoclo?

—No se dice pochoclo, se le dice pororó —murmuré.

Todo se veía sospechosamente normal.

Observé el lugar. Se parecía el cine al que iba cuando era pequeña, durante el verano.

Recordé aquella vez que fui a ver "Monsters Inc." con tío Pedro y mis primitos, que eran cuatro y cinco años menores que yo. Se habían portado tan mal, que mi tío había tenido que retirarse con ellos antes de que la película terminase.

El recuerdo me hizo sentir increíblemente triste ¿Los volvería a ver? ¿Cómo estarían sin mí? ¿Y papá? ¿Y Corina?

Tomé un puñado de pororós, y me los metí en la boca. No quería pensar más en mi familia. Lo mejor que podía hacer por ellos era huir de este maldito juego.

—Deberían dejar de perder tiempo —musitó Ariel.

No lo había visto a mi izquierda. Casi me atraganté con las palomitas de maíz cuando lo escuché.

—Sólo estamos comiendo —Jacinto revoleó los ojos.

Me alegré de saber que no era a la única que Ariel exasperaba.

—Por eso mismo. Vos sabés mejor que nadie que no necesitamos comida. No en estos niveles.

—¿Por qué no la necesitamos? —pregunté, aunque ya creía saber la respuesta: por la misma razón por la cual mis heridas habían sanado nuevamente.

En la Zona de Transición, nos curábamos y alimentábamos para poder continuar con el juego. No sabía cómo, pero era así.

Ariel cambió de tema:

—¿Podemos buscar la puerta dorada? Deseo terminar con esto cuanto antes...

—Eu, no seas tan mala onda. Danos cinco minutos... —volví a comer más pororó—. Contame sobre tu vida ¿Qué hacías antes de la Cabina?

Su expresión se suavizó.

—Era estudiante de cuarto año de la secundaria.

—¿Sos mayor que yo?

—Ingresé hace seis meses, cuando cumplí los dieciséis.

—¿Hace seis meses que estás acá? —me horroricé. Debió de haber sido muy difícil para él atravesar todo eso solo.

Es entendible que esté siempre malhumorado.

—Sí, aprendí algunas cosas a la fuerza... No tengo prohibido hablar de mí mismo, así que te diré que tengo dos hermanos mayores y una mamá que me están esperando en casa. Mi vida no era perfecta, pero... extraño la normalidad —por un momento, creí que sus ojos habían brillado.

EL JUEGO MORTAL [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora