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La línea de los labios de Cooger contrajo sus pequeños músculos en un triste y pobre ademán. Los dedos del índice y medio de la mano derecha tomaron estúpidamente el pitillo por el amarillo filtro, ya casi a ser consumido por la ascua, haciendo cierto juego con sus empedernidos dedos. Sepa el mismo Dios, o la futura gran C que le debe de esperar con paciencia cuántos cilindros de nicotina ya habrán sostenido esos cojinetes plantares que perdieron su color natural hace muchas lunas.
Y como quien entorna una ventana por un poco de aire fresco cuando no repara en gastos de acondicionamiento ni ventilación interior, el humo del cerebro lo exigió así, abriendo una pequeña rendija en la mente del facultado. Eso oxigenó su cabeza, y cierto yugo que cargan los culpables, lamentos más allá que guardan los rostros más apacibles y moldeados por el temple que vagan en los páramos de este mundo, le fue despojado de sus hombros por un mísero momento. La pena es de los vivos, y como errar, todos tenían el derecho a sentirlo en carnes propias, en especial, un facultado como Cooger...

--Antes tampoco nada tenía sentido para mí, Sissel-- dijo Cooger con el rostro apesadumbrado, mirando su anillo de compromiso. Los recuerdos se alzaban, con las marcas de su temple--. María L., mi difunta mujer... éramos felices juntos, y siempre me brindó su amor. Esposa amable, de sonrisas tan relumbrantes como el sol de la mañana, matizaban mis esperanzas como los alegres girasoles. Pero su corazón... ya nunca más pudo volver a latir para seguir siendo mi guía...

Agachó la cabeza y respiró pesadamente, obligando a que la compostura siguiera hablando por él. El salvador de lo insólito, con el rostro viril, cansado y con ojeras ocultas por sus gafas bifocales, levantó la cara, miró al despejado cielo e inhaló el sobrante de su vicio, obsequiando a lo que está más allá, quizá al mismo paraíso, o a un soñado edén donde resguarde su compañera, su exhalación llena de humo blanco como la dolorosa bruma opaca de su mente. El vestigio fue apagado, y guardándose la fúnebre colilla de su penosa cajetilla arrugada, continuó:

--Murió tiempo después que obtuve mi diplomatura de psiquiatría a los veintiséis años. Estaba tan orgullosa de mí, que nunca olvidaré su sonrisa de miel. Y, sin embargo, mi felicidad no pudo ser eterna. Quedé viudo, y en ese entonces nada más me importaba; nada tenía sentido, sin mi mujer. Dejé de pensar racionalmente como de intentar hacerlo luego de quedar solo. Dudé de continuar, pese a mis años como estudiante de medicina, y las de psiquiatría, más de alguna vez pensé en quitarme la propia vida, ¿y a quién diablos le importaría eso? pero seguí por darle honor a María.

Una sonrisa pletórica se marcaba en su rostro de plata, brillando junto a la cola de caballo que oscilaba alto y regio a las dulces corrientes del ciclamor. El viento le besaba en la mejilla con anhelo, como un beso soplado por un amor de girasol que a cada momento se echa de menos, hasta el reencuentro. A pesar que no lloraba, tenía empañado los ojos tras los lentes. Sissel pudo aducir sin complicación a que Cooger estaba en un mal momento y rebosaba ansia y sería verdad. Pero el alienista rió con cierta picardía de contradicción, mientras se palpaba la propia mejilla por los cariños que el viento le daba. Las memorias estaban vivas en su cabeza, como las tiras de carretes de un viejo film tras la radiante luz artificial de los proyectores, pasando lo mejor de los años dorados, como una carta de amor a los cinéfilos:

--<<Eres un tonto de lo más insólito, y por eso conquistaste mi corazón, Cooger. Ahora calla, ven y bésame>> fue lo que me lo dijo María, y eso hice; la besé en la boca con todos mis sentimientos a flor de piel-- habló Cooger riendo con suavidad-- y ahí supe que debía estar con ella en matrimonio. Siempre me gustó ser insólito para mi dama; era lo que le encantaba. La vida no siempre es bella, eso hace a la mala suerte objetar a su favor. Cuando su corazón se detuvo, el mío se destruyó en miles de pedazos sin reparo. Ella ya no está aquí, pero le siento en muchas ocasiones. Siento el rumor de su angelical voz, tan serena, indolora y sin miedos, expresa como en aquel primer paciente, que quería terminar con todo por la ansiedad y una crianza pintada con el óleo de los opacos tratos. Le ayudé a mi manera, y aun sin tener fe de que lo conseguiría, no le abandoné. Me faltaron en muchas ocasiones las fuerzas para orientar ¿y con qué moral ayudaba? Todo lo hacemos por María-- se respondió retóricamente y al instante sin vacilar--, por ella, ayudamos al muchacho.

Psiquiatría: La búsqueda de la felicidad.  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora