Capítulo III

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Tres horas. Ya hacía tres horas que estaban en aquel bar, ambos bebiendo como si no hubiera un mañana. Emborrachándose juntos, con bromas y risas que se incrementaron a medida que el alcohol iba haciendo efecto en ellos.

Harry comenzó a reír exageradamente ante el horrible chiste que decidió contar Louis, quien acabó uniéndose a la risa de su mejor amigo mientras miraba a su alrededor.

—Estamos solos, rizado. —anunció riendo, arrastrando sus palabras. Harry volvió a reír al analizar el bar, confirmando sus palabras.

—No es verdad, hay más gente allí. —sonrió contento, señalando hacia la cocina del bar. Louis golpeó su hombro riendo.

—Esos son los camareros, gilipollas. —estalló a carcajadas. El ojiverde entrecerró los ojos para tratar de enfocar mejor, y puso una mueca de asombro.

—Ay, es verdad.

—Ven, tengo una sorpresa para ti.

—¿U...una sorpresa? —rió tambaleándose, agarrándose a su brazo para no perder el equilibrio.

—Sí, joder, una sorpresa. —bufó—. Ven, vamos.

Harry casi no tuvo tiempo de reaccionar cuando Louis agarró su mano decidido, conduciéndolo en silencio hacia una habitación de aquel bar. Ni siquiera se percató de la mirada cómplice que su mejor amigo le lanzó a uno de los camareros, quien asintió con la cabeza escondiendo una sonrisa.

—¿A dónde vamos?

—Al sótano.

—¿Qué? —chilló. Louis soltó una carcajada abriendo la trampilla que había en aquel lugar.

—Baja.

—Louis por tus muertos, ¿me quieres matar? ¿es eso? —bromeó divertido, bajando las escaleras. El ojiazul sonrió cerrando la puerta con llave, para posteriormente bajar tras él—. De verdad, esto no tiene grac... —calló de golpe, mirando hacia el frente—. ¿Y esto?

—Un juego. —sonrió con picardía.

Ante ellos, una mesa rectangular con dieciséis vasos, colocados organizadamente de manera que había ocho a cada extremo, ambas partes en forma de triángulo. Justo en el centro, una bola de ping pong.

—Yo he jugado a esto antes. —recordó serio, acercándose a la mesa—. Pero las veces que he jugado, ha sido quitando prendas de ropa cada vez que alguien conseguía introducir la bola en algún vaso.

—Ese es el juego, Harold. Nos ponemos uno a cada extremo, con nuestro respectivo triángulo de vasos ante nosotros. La cosa es que cada quien tiene que lanzar la pelota con la finalidad de introducirla en la bola del otro, y así sucesivamente. Si yo introduzco la bola en algún vaso tuyo, tú te quitas una prenda de ropa. Y viceversa.

—Las prendas de ropa llevan un orden. —recordó de nuevo, vacilante—. ¿Sabías eso?

—Oh, claro que sí. Primer vaso, un zapato.

—Segundo vaso, el otro zapato. —continuó por él, mirándolo con intensidad. Apoyó sus manos sobre el extremo de la mesa que le pertenecía a él, y sonrió enfrentando su mirada.

—Tercer vaso, un calcetín.

—Cuarto vaso, el otro calcetín.

—Quinto vaso, la chaqueta.

—Sexto vaso, la camiseta.

—Séptimo vaso, los pantalones.

—Y octavo vaso... —calló. Quería que lo dijera él.

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