Prólogo

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En la costa nevada, detrás las montañas del este, se encuentra una Nación, rica y vieja, nueva y perfecta. Llena de prados verdes y frutales, de riquezas únicas e inigualables.

Incontable poder habita en las venas de sus gobernantes, imposibles logrados y amores formados.

La Reina Aubrey miraba a su esposo, a ese hombre que amaba con el alma, y al cual admiraba más que a nadie. Analizo esos ojos verdes tratando de encontrar un poco del hombre que conoció, de su Rey.

En cambio, consiguió la verdad, dura y cruda, haciendo que sus esperanzas se perdieran y la ira la gobernara. Ya no escucho esa risa, la misma que hizo que colocara sus ojos en él, tampoco vió la seguridad que siempre encontraba en su mirada.

Cerró sus manos con fuerza, clavo sus uñas en sí misma y con un hilo de voz, pregunto:

—¿Es cierto? —Inquirió.

El monarca se removió incomodo, con un vuelco en el estomago. No quería decepcionarla, no quería perderla. Ahora más que nunca, lamentaba haberle mentido.

—Yo...

La mujer se acerco con paso decidido, y le giro la cara con una bofetada. Lo amaba, lo hacía, incluso más que a ella misma. Pero por encima de ellos, había alguien, ese pequeño ser indefenso, fruto de ambos.

Sus corazones se aceleraron de la misma forma y la voz femenina, tomo el control.

—Dime la maldita verdad —Grito, mientras lágrimas silenciosas descendían por su rostro. Y la decepción quemaba en su interior— Dilo...—Pidió rabiosa— Tú eres el Rey, sin embargo yo soy la Reina, tu Reina —Chillo.

El hombre tenso sus músculos, por primera vez en su vida, lamentaba lo que era, lo que tenía y lo que...

—Es cierto —Susurro asintiendo.

La mujer retrocedió con temor, como si por primera vez, la mera presencia de su esposo la hacía sentir amenazada

—Oh por Dios —Grito con suplica, mientras llevaba sus manos a su boca para silenciar los sollozos.

Un temblor inundo su cuerpo y si no fuera porque su compañero la rodeo entre sus brazos, fuera caído.

Con voz suave y amorosa murmuro.

—Perdóname, por favor...

***

En la otra esquina del castillo, la Reina Anastasia corría despavorida, el temor y el peso de la verdad descubierta ardía en su cuerpo.

A diferencia de su amiga, ella no creía que les fueran mentido. No podían haber ocultado algo así.

Los tacones resonaban por todo el pasillo y los guardias la seguían, no podían descuidarla y menos en su estado.

Sin esperar respuesta irrumpió en el despacho de su marido a toda prisa.

Al ver la silueta conocida entre libros y decretos, el hecho se incremento, su esposo no podía estar tan tranquilo si eso era verdad.

Lo que ella no sabía, es que tanto él, como su hermano, habían estado buscando una solución.

El hombre se incorporo rápidamente, y en vez de sonreír o sonrojarse al ver a su mujer, como había hecho siempre, desde que se conocieron, sus ojos mostraron una profunda tristeza y un lamento no explicado.

La Reina no espero respuesta y corrió hacía él, levanto sus manos y empezó a pegarle con ellas en el pecho, al aire, siendo incapaz de comprender.

—¿¡Como pudieron!? —Chillo molesta, herida y lastimada— ¿COMO?

El Rey Federico la tomo entre sus brazos y con una de sus manos detuvo los golpes, mientras que con la otra, secaba las lágrimas de su esposa, de su Reina.

La mujer se removió tanto que hizo que perdieran el equilibro, cayeron al piso, ella sobre él. Observo con decepción esos ojos azules que le habían enseñado lo que era el amor y sin detenerse a pesar, soltó;

—A él, a ellos, no le pueden pasar nada —Sollozo temblando— Sin ellos no somos nada, yo no quiero perderlos, yo...

•••

M & A

BaskervilleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora