PRÓLOGO

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Primer trazo.

Segundo trazo.

Tercer trazo.

Dejo volar mi imaginación en aquel lienzo blanco.

Ni siquiera sé lo que mi mano pinta sin cesar, simplemente aboco mis pensamientos en aquella superficie plana.

Siempre me desahogo de esa manera. Mis emociones y sentimientos son demasiado fuertes como para dejarlos escapar en cualquier cosa.

Cojo el color gris.

Trazo ciertas líneas a sabiendas del estado en el que me encuentro aquel jodido día.

Cojo el color negro.

Pienso en mi familia, amigos —o los que dicen serlo—, y aprieto fuertemente el pincel con el color más oscuro que tengo sobre el perfecto blanco mezclado con algo de gris.

No quiero pensar, no quiero ver, no quiero oír, solo respirar el olor a pintura que divaga por mi grande habitación.

Una lágrima rueda por mi mejilla sin percatarme de ella. Cuando noto la mejilla derecha algo caliente y un sabor salado en la boca, me paso velozmente la mano libre por la parte de mi cuerpo húmeda.

Noto que me mancho de pintura negra cuando hago aquel gesto.

—Mierda —murmuro, mirándome las manos manchadas.

No puedo evitar no apartar mi mirada de las yemas de mis manos. Un color distinto aparece en mi piel al mezclar involuntariamente el negro y gris.

Ladeo la cabeza y miro más detalladamente mis manos.

Sin siquiera pensarlo dos veces, introduzco mi dedo índice dentro de la pintura negra y empiezo a trazar líneas sobre mi otra mano.

Líneas sin sentido, aunque para mí son más que obvias.

De repente, mis ojos bajan hasta mis piernas desnudas.

Miro los profundos cortes que salpican mi piel y hago una mueca al recordar que me olvidé de vendarlos y taparlos ayer.

Aún se puede ver algo de sangre saliendo de las heridas más graves.

Paso mi dedo con la pintura negra sobre una de ellas y el dolor viene casi al instante en que lo hago.

Pongo una mueca, pero no me detengo.

Repaso cada corte con mi dedo, mezclando el rojo de mi sangre con el negro, y le doy profundidad a mis heridas.

El dolor empieza aumentar y me obligo a mí misma a detenerme. Si no quiero que mis padres se enteren, tengo que volver a desinfectarme las heridas que he vuelto a abrir con la pintura.

Sin embargo, pese al dolor, siento una inmensa calidez recorrerme las venas cuando la fría pintura hace contacto con mi caliente sangre.

—¡Cristel! —oigo que grita mi madre desde la planta inferior.

Abro los ojos como platos al escuchar pasos subiendo las escaleras.

Como siempre hago, me levanto rápidamente del suelo y pongo el pestillo de la puerta, impidiendo que alguien pueda abrirla, impidiendo que mi madre entre y me vea.

Me quedo quieta, escuchando lo que sea que esté pasando al otro lado de la puerta.

—¡Dime! —respondo, alejándome de la puerta para que mi voz se escuche más lejana.

—Vamos a ver a los Anderson.

Yo abro mis ojos y miro el suelo lleno de pintura y algo de sangre.

Algo inefableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora