Rusia.
2 días después.
17 de septiembre de 2011
Aquella noche soñó que volvía a estar en las playas de Mazatlán. El sol apenas comenzaba a salir con discreción, se apreciaba al fondo del oriente como la llama de una vela en medio de un dormitorio en plena oscuridad; una cauta línea naranja se reflejaba en la negrura del océano y el cielo se teñía de un gris azulado que anunciaba el amanecer. Caminaba descalzo y la arena tibia se le metía entre los dedos. Parecía que el mar aún estaba dormido, sus olas iban y venían en una parsimonia seductora que lo invitaba a perderse en su inmensidad. Hipnotizado ante el ambiente conciliador que lo embriagaba, se sumergía poco a poco en el agua salada hasta que su cuerpo flotaba bocarriba como un velero perdido luego de una feroz tormenta.
La quietud en la que se encontraba lo hacía perder la noción del tiempo, en un parpadeo se daba cuenta de que el cielo ya no tenía ese grisáceo del comienzo, sino un azul eléctrico en todo su esplendor y los rayos del sol lo obligaban a cerrar los ojos de nuevo. Tras un instante de desconcierto, enderezaba la mirada y, de pronto, era consciente de que se encontraba demasiado lejos de la orilla. La parsimonia con la que las olas se movían había cambiado por una furia que lo sumergía de manera inesperada; intentaba mover los brazos y las piernas con desesperación para salir a flote, sin embargo, todo su cuerpo parecía ajeno a él, cada movimiento que daba requería más esfuerzo que el anterior, tenía la sensación de que se encontraba suspendido en un instante infinito. Todo a su alrededor se había detenido y parecía estar congelado como si fuese una fotografía.
La ansiedad comenzaba a dominarlo así que se obligaba a cerrar los ojos con fuerza en un ingenuo intento de cambiar su destino. Cuando los abría de nuevo, se encontraba con la mirada en la que tantas veces se perdió en el pasado; Sebastián flotaba a centímetros de él y le dedicaba una mirada impasible. Sonreía porque inocentemente creía que su compañero de desgracias estaba ahí para salvarlo como tantas veces lo hizo. Sin embargo, Sebastián permanecía insensible a su desesperación y nadaba hacia la superficie sin siquiera volver a mirarlo. A pesar de estar debajo del mar, era capaz de sentir como un par de lágrimas descendían por sus mejillas. Quizá para su compañero ya no era más que un vil desconocido, lo había olvidado y no podía reclamarle nada porque la culpa era toda suya, el olvido era el precio a pagar por su abandono.
Cuando estaba a punto de rendirse y dejar que sus pulmones colapsaran al llenarse de agua salada, notó que poco a poco recuperaba la movilidad. Una entereza que le parecía ajena a él y a todo lo que era lo invadió y, con la certeza de que no quería que ese fuera su final, movió su cuerpo para salir a flote; apenas y su cabeza estuvo afuera de lo siniestro de las profundidades del océano, tomó una bocanada de aire que lo llenó de una vida a la que, más que nunca, quería aferrarse. A la orilla, vio a su compañero de desgracias de pie, parecía tan impasible como minutas atrás cuando decidió abandonarlo. Aun así, utilizó las fuerzas que le quedaban para llegar a la orilla, se aferró a la esperanza de poder abrazarlo y pedirle perdón. Quizá si Sebastián podía sentir la forma en la que su corazón latía por él, podría recordar lo vivido y eximirlo de toda culpa. Quizá podría entender que si lo abandonó fue porque lo amaba.
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Trilogía Amor y Muerte ll: El Hijo Desgraciado
RomanceHa pasado más de un año desde que Sebastián logró sobrevivir a la siniestra guerra en la que se vio inmiscuido, la guerra en la que conoció a Salvador, el hombre que debía ser su enemigo, pero que terminó convirtiéndose en su aliado más cercano; el...