Preludio - UNKIND

346 20 15
                                    


Arthur contempla sus fotografías ¡Ha pasado tanto tiempo! Y en sus ojos verdes destella la melancolía más pura al sostener entre sus dedos un retrato en el que Manuel aparece abrazado a Martín, durante los breves años felices, allá en los 60'...

Martín...

—¿Aún estás pensando en eso, Kirkland? —inquiere Manuel. Cuando está junto a Inglaterra Chile no se ve como el chiquillo malcriado y gruñón de siempre. Se muestra sereno... maduro, medita sus palabras antes de hablar e incluso su tono de voz cambia.

—Sí...

—No está bien. Te das puñaladas en el pecho sin motivo. Ya deberías resignarte a la idea de que no hay posibilidad de solucionar las cosas —le explica, sus ojos castaños sombríos.

—¿Sabes, Manuel? —repone, la presencia del Imperio disuelta en leve amargura—, lo he querido desde que era un niño. Mientras tú te mostraste fuerte y belicoso, orgulloso e indómito, él lució suave, un destello en la oscuridad, caprichoso pero siempre inocente a mis ojos. Un niño encantador, criado para ser lo que España esperó de él —Sonríe con ligereza, sus labios apenas se curvan y Chile sabe que está sufriendo—. No seré capaz de renunciar a la vana ilusión de tenerlo a mi lado otra vez, mi ahijado...

—Él te odia —asevera su interlocutor, mirándolo a los ojos para que entienda de una buena vez.

—Oh, pequeño —Su boca se tuerce con cierto cinismo—, me enterneces, hablando del odio con tu voz juvenil. No sabes lo que esa palabra implica...

—Claro que sé lo que es el odio ¡Como si sólo tú hubieras vivido en la guerra! —le espeta irritado.

Arthur se acerca a la ventana, de costado su cara, apenas se refleja una parte de esa expresiva mirada verde a la luz del atardecer londinense, tan frío y seco como el crepúsculo otoñal de Santiago. Observa por un momento el jardín, perdido en sus pensamientos y luego dirige la mirada hacia su visitante latino, enfundado en ese traje de protocolo que lo tiene un poco ahogado a juzgar por la corbata torcida sobre su camisa blanca. Manuel es un muchacho exquisito como todos sus hermanos, pero nadie podrá ocupar el lugar que Martín con viciosa indiferencia se ganó en su pecho. Un amor tan profundo como venenoso, que con sus garras le ha ido destazando poco a poco el corazón. González parece comprender sus emociones, porque se pone un poco incómodo sin desviarle la vista en ningún instante.

¡Cuánto ahoga el pasado a las Naciones! Podría decirse que los va matando lentamente, un potente y delicado hechizo que arranca de sus pechos las ganas de sonreír.

—El odio... el odio no es más que una calculada sucesión de ataques que minan la vida ajena hasta reducirla a un trozo de nada entre tus dedos —Sus manos se cierran, mostrando la metáfora a Chile, mirada aún perdida en el jardín—. Eso, su gélida y meditada naturaleza la diferencia de la ira, reacción natural a una herida recibida. Martín se enrabió contigo por apoyarme en la toma de Victoria, pero ya pasó el disgusto y ahora convive a tu lado como lo hacen tus hermanos. No creo que me odie ¿lo comprendes bien?

—De todas maneras, el sentimiento que te dedica no es bueno —rebate el muchacho moreno—; cada día se acuerda de ti, cuando mira su casa vacía de Victoria, cuando se te menciona en las reuniones brilla en sus ojos el deseo de matarte de forma muy dolorosa.

Incoherentemente, Lord Kirkland sonríe con júbilo.

El celular de Manuel suena con el monofónico de "Wake Up"

—Debo irme, el Jefe está esperándome, y parece molesto —se disculpa al terminar el diálogo por teléfono.

—Ve con Dios, hijo —se despide Arthur lacónicamente, sin contemplarle marchar.

Un Tango InglesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora