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Aquellos segundos en los que duró el salto, Ana pensó que quizás la libertad era poder elegir la razón por la cual tocar el suelo con los pies. Nunca había pensado en eso, en qué era la libertad.

Se preguntó si sus padres y sus abuelos alguna vez se habrían sentido así sin necesidad de tener que saltar para huir de los Caranchos. No pudo mantener la cabeza despejada, estaba pensando demasiado en cosas que en aquel momento no tenían importancia y entonces, al momento de aterrizar se dió cuenta de su error. La distracción la llevó a tener que hacer aquel movimiento de emergencia que Kafka le había descriptó detalladamente. Con un movimiento rápido, rotó usando su omóplato como punto de apoyo. Sintió el golpe seco y el dolor expandirse por su brazo derecho y la espalda.

A su lado, Kafka cayó sin problemas. Ambos corrieron, saltaron el muro y treparon por el balcón del edificio que él había señalado poco minutos atrás. No hubo tropezones ni caídas y Ana se sintió aliviada por eso. La adrenalina la hacía pensar rápido, moverse rápido. Cualquier golpe o mal movimiento lo sentiría más tarde, cuando salieran de aquella urgencia, en aquel instante simplemente no importaba mientras pudiera seguir en movimiento.

Una vez en el balcón, sólo tuvieron que abrir la ventana corrediza y entrar agachándose ya que la persiana de madera estaba a medio cerrar.

Kafka se acercó a la ventana y miró por las rendijas de la persiana en dirección a la terraza del edificio del que acababan de escapar. Ana resoplaba detrás de él, agitada. La miró un momento y volvió a mirar hacia afuera, preguntándose cómo alguien con tan pésimo estado físico había podido seguirle el ritmo.

No vió movimiento en la terraza. Los Caranchos no habían salido tras ellos. Miró detenidamente hacia los edificios de alrededor y no logró ver a nadie. Hizo una mueca y se alejó de la ventana. El departamento en el que estaban olía a basura orgánica y a incienso, también parecía estar habitado aunque allí no parecía haber nadie. Ana olisqueó el aire y reconoció enseguida aquel aroma.

- ¿Qué estás oliendo? - preguntó Kafka, algo tenso.

- Ese perfume...mi abuela solía poner incienso en casa para disimular el olor a basura...- Ana se puso seria. En aquel lugar debía de haber gente.

Kafka se dispuso a dirigirse hacia el pasillo cuando de golpe se detuvo en seco.

- ¿Qué...? - Ana se acercó a él y notó que Kafka se ponía detrás de ella sin ningún tipo de disimulo. Al mirar en la dirección hacia la que él miraba se encontró con tres personas. Una mujer y un hombre que rondarían los cincuenta años y una niña que no tendría más de doce años. Los tres estaban al lado de la puerta, con cosas en las manos y claras intenciones de huir.

- Quietos ahí...- dijo el hombre, apuntándolos con un palo que parecía bastante pesado.

Ana levantó las manos y agachó la cabeza, mirando al piso.

- No tenemos intenciones de hacerles nada...- dijo Ana con sequedad. - Estamos...queremos...

Aquella familia sentía el mismo temor que ella había sentido alguna vez, era inevitable que se mostrasen agresivos con ellos. Toda la manzana estaba rodeada y cuando los Caranchos buscaban a alguien no tenían ningún tipo de problema en buscar edificio por edificio hasta encontrarlo o asegurarse de que allí no estaban. Miró las cosas que aquellas personas tenían en sus manos. Tenían intenciones de huir, lo que significaba que en algún lugar de aquel edificio había un escape.

Miró a Kafka que estaba completamente inexpresivo. De pronto dió un paso hacia adelante. El hombre retrocedió, con el palo en alto.

- Tenemos que salir de acá y creo que ustedes saben bien cómo, me pueden decir o me voy a ocupar de encontrar cómo, no tengo tiempo para esto...- dijo, caminando hacia la puerta, como si no le importara la posibilidad de que el hombre lo golpeara.

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