Los gritos casi me ensordecieron al pasar del audífono a mi oído. Sonreí, tiré el cigarrillo al suelo, lo pisé y después me recargué contra el cristal de la cabina. Había una pila de basura a un lado mío. Eran pasadas las ocho de la mañana. Muy temprano. El abrigo me era inútil, moría de frío. Llamé para conseguir calor, pero lo planeado del acto no provocaba nada en mi interior. Seguía congelándome y los gemidos de una mujer hermosa estaban lejos de salvarme. No fantaseaba con ella estando en la cama desnuda, sólo la imaginaba lavando los trastes y echando la ropa dentro de la lavadora.
— ¿Te gusta? — interrogué.
Miré a las personas pasar a través del cristal y encendí un segundo cigarro.
— Sí, sí, sí... — jadeó —. ¿Estás excitado?
Tardé en contestar, pues le andaba dando una inhalada al tabaco.
— Excitadísimo.
Mis ojos cayeron sobre una revista arrugada y sucia que yacía abandonada en el suelo del cubículo.
— Imagina que comienzo a besar tu abdomen y poco a poco comienzo a bajar... — procuré mantenerla entretenida al instante que me agaché a recoger el artículo. Vogue. Suellen —. Te quito la ropa interior.
Yacía su figura pornográfica en mi cabeza, pero una mujer con clase impresa. En blanco y negro. Siendo la portada, el epítome de la belleza. Siendo la envidia de las jóvenes y viejas. Oh, cuántas debían desear haber nacido con esos genes.
«She walks in the beauty of a magazine...» Arranqué la portada principal.
— Pensé que ya me habías quitado las bragas, ¿qué estás haciendo?
— Nada — doblé el papel y lo guardé en el bolsillo de mi chaqueta —. ¿Y tú?
— No te estás tocando, ¿verdad?
— No, estoy en la calle. ¿Quieres escuchar? — abrí la puerta y estiré el cable del teléfono lo más que pude para que escuchara el ruido urbano —. ¿Y bien?
Colgó. Ése lunes se había cumplido una semana desde nuestra aventura telefónica. Por un instante creí que le ofendí debido a mi falta de interés y mis actuaciones, quizá ella no estaba tan desconectada del todo. Quizá ella sí se tendía desnuda sobre su cama y fantaseaba. Entonces tocaron la puerta, alcé la vista, encontrándome con Bernard.
— Dijiste que irías a hacer una llamada rápida, no que te quedarías veinte minutos acá encerrado — dijo, frunciendo el ceño —. ¿Con quién hablabas?
— Ya deberías de tener una idea, Bernie — le di una palmadita en el hombro y salí.
— ¿En serio? Creí que tus llamadas no durarían mucho. ¿No lo encuentras aburrido?
Me encogí de hombros. Resultaba un buen sonido de fondo, más divertido que una porno y con menos responsabilidades que en una relación real. Era el sexo perfecto.
— ¿Por qué te importa tanto? ¿Acaso quieres tomar el lugar de ella? — me quejé.
Terminamos en mi departamento una vez más. Bernard arrojó la chaqueta sobre la mesa de centro y tomó asiento en la alfombra mientras que yo ponía a calentar agua en la estufa.
— ¿Cómo dijiste que se llamaba? — preguntó alzando la voz.
Yo me asomé, fingiendo confusión.
— ¿Cómo se llamaba quién, Bernard? — alcé una ceja.
— Tu amiga.
— ¿Qué amiga, Bernard?