Capítulo XX

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Sólo pude ir en busca de mi pasaporte. En el tren rumbo a Dover comencé a pensar en Bernard. Mi angustia por irme así sin más me hizo reflexionar sobre cómo las ideas de Butler estaban detrás de muchos de mis actos. ¿Posiblemente, de haber estado en mi lugar, se habría puesto el abrigo y se habría ido con Suellen sin siquiera pensarlo? Miré el alrededor, un hombre hasta el final del vagón que se asemejaba a él llamó mi atención. ¿Acaso Bernard pensaba que mi aferramiento a Suellen era una señal de debilidad? Creo que mis sentimientos por Bernard se cristalizaron en el tren rumbo a Dover. Recordé con claridad el beso instigado que nos dimos seis noches atrás. En ese entonces yo estaba absorto, demasiado lleno de Suellen para darme cuenta. Quería bajar en la siguiente estación e ir de regreso a Londres y decirle que no me importaba compartirlo, que había una tergiversada versión del amor romántico y un falso concepto del amor limitado, que la exclusividad sexual no existía. Sentí unos labios aterrizar sobre mi mejilla, amaba la boca de Suellen, también la amaba a ella. Recordaba todos y cada uno de sus besos como un sueño, se impregnaban en mi alma. Los amaba a ambos, por igual. Los amaba aún cuando de vez en vez los despreciaba, los amaba todavía cuando de vez en vez me olvidaba de hacerlo, los amaba todavía cuando quería convencerme de que no lo hacía. Todo eso pasó por mi cabeza en el tren rumbo a Dover. Dos horas de pensamientos amorosos, de remordimientos, de cuestiones, de inseguridades. 

Comenzaba a anochecer cuando arribamos a la terminal. Llovía, yo no sabía si seguir con el plan o desalentarme y subir en el siguiente tren de regreso a Londres. Era la primera vez que Suellen y yo hacíamos algo afuera de mi apartamento. No podía acobardarme, esta era la oportunidad de conocerla. 

— Espera — sujeté su muñeca, firme  —. Quiero hacer una llamada, ¿tienes cambio?

Metió la mano en el bolsillo de su pantalón, entregándome un puñado de monedas. 

Caminé adonde se hallaba el teléfono público. Mientras completaba la marcación encendí un cigarrillo. Esperé pacientemente en la línea al mismo tiempo que veía a Suellen alejarse en dirección a la salida de la estación. 

— Bueno — dijo Bernard a través de la línea. 

— Quiero decirte que me iré a Francia, no sé a qué horas, pero estoy con Suellen. Alcánzanos, no quiero estar solo.

— ¿Qué cosas estás diciendo, Brett? 

— Estamos en Dover — añadí —: Toma el tren a ver si alcanzas a tomar el ferry con nosotros. 

— Brett, son dos horas en tren — contestó, confundido —. No entiendo, ¿por qué quieres que vaya? 

— Qué importa si son dos horas, Bernie. Ven, acompáñanos. 

— Tenemos trabajo, responsabilidades. 

— ¿Qué es el trabajo cuando puedes pasar días completos junto a Suellen? —  y junto a mí —. No pueden despedirnos. 

— Es dinero perdido.

— Qué importa. 



Subimos al ferry, ya era de noche. Los boletos los había pagado Suellen, me pregunté cuánto ganaba de su modesto trabajo como modelo. Habíamos comprado un café y un par de naranjas y manzanas como cena. El viaje no sería demasiado largo. Bernard no había llegado a tiempo si es que se había decidido a alcanzarnos. Sentados, mirando las oscuras aguas marinas, contemplé a Suellen llevarse un gajo de naranja a la boca. 

— ¿Qué? — inquirió con la boca llena. 

— Me resultas muy diferente a la mujer que buscaba arruinarme al principio de esto — cada día me parecía una persona nueva. 

— Sólo estoy cansada — dijo —. Espera al día siguiente que ya haya descansado  y créeme que seguiré siendo la misma bruja de siempre —. sonrió como la niña en la fotografía de su habitación.

Me ofreció la mitad de su naranja y permanecimos el resto del crucero en silencio. 



Francia me pareció un auténtico infierno en cuanto llegamos, saber que de Calais hasta París nos haríamos tres horas hizo que quisiera regresar al Reino Unido. Eran las ocho de la noche, estaríamos en la capital de Francia minutos antes de la media noche. Suellen apretó mi mano afectuosamente, queriendo apaciguar los sentimientos que se enredaban en mi interior. Volteé a mis espaldas, esperando encontrarme a Bernard entre la multitud que abandonaba el desembarque del ferry. No. 

Suellen no me dejó pagar el taxi y tampoco los boletos de tren. Ella durmió un rato posando su cabeza sobre mi hombro hasta que finalmente todo se detuvo. Frente nuestro había una pareja joven, nos miraban con interés. 

— ¿Quieres uno? — el hombre me tendió una cajetilla de cigarros. Su acento era francés. 

Acepté.

— Gracias — dije, esbozando una pequeña sonrisa. 

— Eres Brett Anderson, ¿verdad? — las comisuras de los labios de la mujer se elevaron nerviosamente —. Amamos tu música. 

— Gracias — dije de nuevo. 

— ¿Van a París? — preguntó el extraño.

Asentí. 

— ¿Trabajo o vacaciones? 

Me encogí de hombros. 

— Oh — rebuscó entre su chamarra —. Para que disfruten la visita tú y tu amiga. 

Estiró la mano y yo estiré la mía. Me entregó una bolsita que contenía un polvito blanco. Sonreí en agradecimiento. 

— ¿Cómo te llamas? — pregunté.

— Edmond, puedes encontrarme en "Rex", trabajo ahí desde hace un par de años. Es un club muy conocido en París. 

— Mucho gusto, Edmond... — sonreí más, fascinado por el regalo. 



Terminamos en un cuarto hotel de mediana reputación. Miré, por encima de la tina, la obstinada cara de Suellen que me observaba desde el interior y tuve que dominar el sentimiento de fracaso y de miedo que empezaba a tomar cuerpo en mi interior. Ella casi no se movía, me observaba, sonreía. 

— ¿En qué piensas? — pregunté. 

— En ti, en Bernard, en el futuro... 

Y me arrepentí de haber hecho la pregunta porque me dolió el corazón, porque no quería perder a nadie. No quería perderla a ella y mucho menos quería perder a Bernard. 

A mediodía que desperté levanté el auricular del teléfono, comunicándome con la operadora para realizar una llamada internacional. Marqué el número de Butler y quien contestó fue su novia.

— ¿Elisa?

— ¿Brett?

— ¿Está Bernard? — quise saber. 

Hubo un largo silencio.

— ¿No está contigo en Francia? Mencionó algo sobre un retiro creativo.

Entonces me enfermé de ansiedad y temores morbosos, y comencé a temblar. Rápidamente formulé una rápida respuesta:

— Sí, pero yo llegué antes y como no dijo nada anoche, pensé que partiría hoy o algo...

No aguardé a que dijera nada más y colgué. 

— ¿Cómo lo encontraremos entre tanta gente, Brett? — la voz de Suellen me sacó de mis turbias ensoñaciones y me hizo volverme hacia ella. 

— ¿Cómo voy a saberlo? 

Esbozó una malévola sonrisa y volvió a cerrar los ojos. 










𝐁𝐋𝐎𝐎𝐃𝐒𝐏𝐎𝐑𝐓 [Brett Anderson]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora