No había visto nunca con tanta claridad cómo el tener a Suellen era como un vicio, una enfermedad. Desayunamos en la habitación y fumamos un rato en un estado de trance donde sólo mirábamos nuestros cuerpos. Me retiré al baño y tuve la terrible sensación de estar encerrado con un tigre. Me asomé cautelosamente, pero no la vi echada sobre la cama. Tuve ganas de decirle que quería guardar la distancia. No quería estar a su merced. Pero era demasiado tarde, ya había aceptado, sin siquiera pensarlo, salir del país con ella. Perdido entre el edredón aplastado por los cuerpos, poco me percaté que ella esperaba al otro lado de la puerta. Abrió de golpe, alcanzando mi pómulo derecho. Grité de dolor. Se tiró sobre mí, besándome, mordiéndome y succionando toda piel que estuviera a su alcance. Con su lengua saboreando mi cuello quise alejarla, pero lo único que logré fue que se le cayeran los tirantes del sostén. Me abrazó vehemente, rozó todo su cuerpo contra el mío y me invitó a la cama sin decirlo.
– ¡Hazme el amor! – exclamó con teatralidad –. ¡Hazme el amor!
Caí encima de Suellen. Buscó la hebilla de mi pantalón desesperadamente, apresándome con las piernas. Me sorprendió el repentino deseo tan animal que la invadió. Nuestras caderas chocaban por encima de la ropa y ella actuaba frenética.
– No quiero ser "uno más" en tu lista de amantes, Suellen – dije cuando logró sacarme el cinturón.
Hizo oídos sordos. Sonrió todavía más y mordiéndose el labio inferior, me enroscó el cinto alrededor del cuello.
– ¿De qué hablas? Sólo te tengo a ti, ¿acaso ves a otro en la habitación? – estiró su brazo y me tocó el rostro, llevando consigo unas gotitas de sangre.
Le retiré el cabello que había caído sobre su rostro. Me deslizó el pantalón por debajo de las nalgas y tuvimos sexo como dos salvajes, como nunca. ¿Acaso Francia había encendido algo entre nosotros? Rodamos por toda la cama, nos resbalamos, danzamos por el cuarto de hotel, cogimos en cada rincón hasta que me derrumbé sobre la alfombra, corto de respiración.
– ¿Por qué llamaste a Bernard?
– ¿Qué?
– No soy estúpida, Brett – rió –. La fijación que tienes con él es... peculiar. ¿Acaso tienes fantasías con Bernard? Eres un hombre muy extraño.
Estiré la mano para alcanzar la cajetilla de cigarros y me quedé pensando en Bernard, en cómo le había suplicado que nos alcanzara y en el tono de mi voz tan desesperado. Hubiera preferido haberme quedado con las alegrías que Suellen me daba, pero todas involucraban la cama. No la conocía, en serio que era una extraña. Sus lluvias de besos. Su carne contra la mía. Y sin embargo, nos imaginaba casados y disfrutando la vida juntos. ¿Dónde estaba Bernard en esa narrativa? Él ya se hallaba más que involucrado después de aquella noche.
– Me estoy cansando de esto – dije tras reflexionar.
– ¿De qué? – preguntó Suellen.
– De esto – señalé la habitación –, de no hacer nada más que esto.
– No le veo lo malo, es divertido.
– Es sólo una verdad a medias – contesté.
Ella me miró como si hubiera vuelto loco y puso los ojos en blanco.
– Ay, no – suspiró –. No me digas que vas a empezar con tus cosas de artista torturado. Todos los músicos son iguales.
– ¿Con cuántos has estado para llegar a esa conclusión, Suellen?
Se quedó en silencio, sonrió y fue a vestirse.
– Vamos al cine, hay que divertirnos.