— ¿Un juego..? — sonrió y, mirándome intensamente, se sacó el abrigo. En eso me percaté que ella siempre vestía de negro. Cada vez pareciéndose más a mí. Cada vez yo pareciéndome más a ella. Entonces Suellen se dejó caer grácil sobre el sillón —. ¿Qué clase de juego? ¿Debo estar desnuda para jugarlo?
— No creo. Te vas a congelar allá afuera o puede que una madre conservadora o una mujer celosa te falte al respeto — respondí pasándole su abrigo.
Noté cómo retrocedía, encogiéndose sobre el sofá como si esperara que éste se la tragara. Su belleza provocadora se apaga y la fachada de la mujer sombría desaparece.
— ¿Qué vas a hacer conmigo, Brett Anderson? — me preguntó con voz temblorosa.
Sí, la mujer sensual del teléfono había desaparecido, pero la criatura inocente, casta y pura apareció.
— Quiero verte caminar — dije.
Un rostro de asombrosa blancura retirándose al otro lado de la acera frente a mi edificio. Posó para mí. La urgencia repentina de correr hacia Suellen y besar su mágica belleza se presentó. Al ponerse bajo la luz amarilla de la farola me pareció todavía más hermosa. También más sincera. No necesitaba que yo le guiara o le dijera qué tenía que hacer, era modelo, era una profesional en ser bonita ante los demás. Y ahí comprendí. Era experta en interpretar a quién fuera. Yo empecé a caminar y Suellen me imitó.
«Cuando andas te deslizas» quise decirle.
Me detuve. Ella hizo lo mismo. Me volví corriendo al punto inicial. Ella hizo lo mismo. Era como un mimo.
Se estremeció de frío cuando las gotas de lluvia le alcanzaron el rostro. Nuevamente volvió a caminar, balanceando sus largas piernas en esos zapatos de tacón. La admiré, maravillado. Me sentí como el adolescente que admira a su vecina, la que se desnuda frente a la ventana, la que nunca le prestará atención y nunca le corresponderá. Noté cómo retrocedió tras la lámpara, ocultándose en el umbral sin iluminar de un edificio y yo estaba dispuesto a ir por ella, quería abrazarla. ¿Sabía que me sentía inmóvil y perdido en ella?
De pronto todo comenzó a dolerme. El deseo de poseerla. Me puse una mano sobre el rostro, queriendo evitar que la expresión en mi rostro me delatara. Qué alegría contemplar cómo se movía de un lado a otro, modelándome. Me sentí como un pintor mirando a su musa, a punto de crear su obra maestra. Ella avanzaba y retrocedía resplandeciente, increíble, con paso firme y largo. En la envolvente calidez de mi admiración, cruzó la calle hacia mí. Apenas estiró los brazos para tocarme y noté lo temblorosa que estaba, casi se desplomó encima mío, suplicándome:
— Bésame, bésame...
Suellen y sus siniestra atracción. Quería verla. Quería ver su cuerpo. No he osado a mirar su cuerpo, la última vez que lo hice fue estando drogado y todo fueron imágenes borrosas para ese momento. Sabía que era hermoso, sólo eso sabía.
No obedecí a sus ruegos, pero entramos de regreso. A mitad de las escaleras volvió a detenerme para querer besarme, pero le alejé la cara. Le temblaban las manos; toda ella se estremecía. Me avergonzaba de su brutalidad, pero también de mi propia frialdad.
Entramos al apartamento y ella regresó al sofá. Callada. Decepcionada. Agarré la hoja de papel que paseé durante horas y me puse a escribir.
«She walks in beauty like the night»
«Discarding he clothes in the plastic flowers»
«Pornographic and tragic in black and white»
«My Marilyn come to my slum for an hour»
Alcé la mirada y la vi volverse hacia mí, inclinándose con el rostro entre las manos, suplicando.
«I'm aching to see my heroine»
«I'm aching been dying for hours and hours...»
Entonces me tomó la mano y la apretó contra uno de sus pechos. Iba desnuda debajo del vestido.
Dibujé una flecha, indicando que las estrofas recien escritas deberían ir primero que las hechas horas atrás.
«Rafaella or Della the silent dream»
Escribí, señalando con otra flecha dónde debía estar.
«She walks in beauty like the night...»
Dejé de escribir.
— Quiero abrazarte y acariciarte — metí mi mano bajo el escote, haciéndola temblar por la frialdad de mi tacto —. Quiero besarte.
— ¿Quieres besarme? — interrogó ofreciéndome su boca.
Le acuné el rostro y la besé, la besé como nunca había besado a una mujer antes. Mordí sus labios, profané su boca con mi lengua, hice que se le acabara la respiración. Tropezamos a causa de un sexo únicamente consumado telefónicamente. Ni siquiera nos quitamos la ropa y el recuerdo de la voracidad y el encuentro del paraíso entre sus piernas que encontré tan bonito. Recuerdo cómo besé su ombligo mientras alzaba cada vez más la falda y conforme mi boca iba bajando, la incontrolable excitación que crecía en mí. Tomé el borde de sus pantaletas, deslizándolas por sus piernas hasta dejárselas a la altura de los tobillos.
Soltó un grito de sorpresa cuando llegué hasta el pequeño triángulo de pelo y me tomó por el cabello. La besé y luego la invadí. La inundaba. La hacía retorcerse.
— Dime lo que sientes — susurré.
Pero no pudo. Sus palabras se ahogaban. De repente hubo una exclamación y murió ante mis ojos. Su cuerpo se relajó y se quedó en silencio, con la mirada en el techo. Estaba conquistada y silenciada. Le costaba respirar.
— Brett... — me llamó y yo atendí.
Colocándome sobre ella y entre sus piernas, le besé el rostro, el cuello, la abracé, la toqué como sólo había hecho a través de la línea. El disfrute de su cuerpo me distrajo, pues no me percaté cuando ella había alcanzado la hoja donde estaba escribiendo mi canción. Escuché cómo arrugaba el papel y de reojo vi que lo metía bajo el sillón. No me molesté, ni siquiera me importó porque lo que tenía debajo mío era mucho mejor.
Al terminar, permanecimos acostados en el suelo. En un momento de paz verdadera, el primero. Abrí los ojos y la miré, pero no pensé en nada. No pensé cuando me vendió a The Sun o cuando la conocí, nada. Una de mis manos reposaba sobre su cabello negro y la otra sobre su muslo.
— Tengo que irme — mencionó.
Yo me levanté y Suellen seguida de mí. Mientras arreglábamos nuestra ropa, ella dijo:
— Ése fue quizá el mejor sexo que he tenido en mi vida. ¿Cómo odiarte?
Y sonrió. Tenía los labios mal pintados y restos de labial en la barbilla, las mejillas y la punta de la nariz.
— Te llamo luego, ¿no?
No esperó mi respuesta, agarró sus cosas y salió. Yo le iba a preguntar si quería que le llamara a un taxi, pero casi que salió corriendo. Por un instante pensé que ahora los roles iban a invertirse. Ahora yo sería el que tendría que suplicar.