Cuento 4: AGUA ESTANCADA

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Mi nombre es Renato y tengo visiones de la vida de otras personas. Inician de un segundo a otro y, como si estuviera en un sueño, aparezco en diferentes lugares. Así comienza la crisis, acompañada con un fuerte olor a agua estancada.

Cuando estoy haciendo alguna actividad se desactiva mi cuerpo completo y me quedo quieto con los ojos fijos al horizonte. No es por luces intermitentes ni por algo que vi con patrones irregulares, nada de eso. El doctor le dijo a mi madre que tenía un tipo de epilepsia sin convulsiones y me medican desde que tengo memoria. 

Hace días las visiones se hacen más recurrentes, no he querido contarle a nadie sobre esto, no quiero que me obliguen a tomar más remedios. Me suben las dosis cada vez que digo que veo algo y ya parezco sonámbulo. Lo que me provoca más angustia es entrar en ese estado. Por ejemplo, el otro día fui a Temuco a ver a una amiga de la escuela, Ana. Conversamos un largo rato en un tranquilo parque, sin ruidos de autos y árboles hermosos , todo perfecto hasta que el paisaje comenzó a deformarse con el sonido de los treiles.

Se derretía el cielo en un color morado podrido, había mucosidades en forma de telas de araña que estaban a mi alrededor cubriendo las plantas, tubos fibrosos blancos con amarillo como troncos, de mi boca corría un líquido caliente negro con sangre coagulada y ella era lo más parecido a un cadáver después de estar mucho tiempo en el agua. Escuchaba que su corazón latía más lento a cada segundo y un olor a animal en descomposición me hizo sentir arcadas. Algo no andaba bien ¿conmigo? ¿con ella?

— ¡RENATO, DESPIERTA! — Me gritó. — Me estas asustando —

— No le digas a nadie que me dio otra crisis, te lo ruego — Ella asintió confundida.

No pude dormir por varios días. Para mí fue una eternidad, para Ana apenas unos segundos. Le debí haber dicho que pidiera una hora al médico, porque algo muy malo le estaba ocurriendo para que yo viera algo tan asqueroso. Debí decirle, pero no fui capaz. Soy un cobarde. Me daba pánico pensar que si hablaba las visiones serían más frecuentes y no estaba dispuesto a sacrificar mi estabilidad emocional por otros.

Después de unas semanas, me contó que una noche el dolor de estómago no la dejaba moverse.  Pensando que era apendicitis la llevaron de urgencia al hospital. Al llegar se desmayó, los doctores le dijeron que tuvo un embarazo ectópico y se estaba pudriendo por dentro. Entre llantos me contó que le sacaron toda la matriz, los ovarios, las trompas, el feto muerto y parte del intestino. La culpa me hizo vomitar, es mi amiga, soy una mierda de persona. Recordar el momento en que yo pude haberla ayudado me hacía escuchar un pitido en los oídos, de lo agudo del ruido mi cara se arrugaba y por la espalda comenzaba a transpirar sudor frio.

Decidí hablar.

Con cada visión me sentía peor. Maldita sea. Se me secaba la garganta, la saliva de mi boca tenía sabor a bilis y los dolores de cabeza aumentaban. En las consultas les describía lo que había visto, pero me empezaron a perseguir por las calles para que les diera más detalles, fechas, horas, lugares o datos que no veía en las crisis. Me esperaban afuera de los negocios, me llamaban por celular, me hackeaban las redes sociales, golpeaban la puerta de mi casa a todas horas, tiraban piedras con mechones de pelo a mi ventana para ver la vida de los ex. 

Las masas morbosas son como gatos hambrientos alrededor de un pozo atestado de pájaros muertos.

Los síntomas siempre empeoraban. Comencé a fumar mariguana para tranquilizarme. En los primeros meses me sentía bien, la angustia y la ansiedad cesaron por un tiempo, aunque no podía tocar a nadie. La cercanía con las personas provocó mayor sensibilidad en mi don. Al primer saludo de manos me mareaba, al primer abrazo me daban ganas de golpearme la cabeza de la presión y comenzaba a sentir ese olor a agua estancada. Necesitaba algo más fuerte.

Busqué en aplicaciones a alguien que me vendiera hongos, pero me pasó lo mismo. Las primeras semanas mi cuerpo se calmó, pero la mezcla con los medicamentos me provocaba parálisis del sueño. Terminé varias veces acostado boca arriba, consiente, pero sin poder moverme, sin aire, con presión en el pecho, con la cabeza llena de agua, los oídos tapados y la boca llena de saliva amarga.

La cocaína fue la peor decisión, si mi mente ya estaba excitada con tantas visiones, la cocaína me provocó un estado de alerta e ira incontrolable. Me tuve que ir de la casa, mis padres no soportaban los gritos de noche, la sangre en la cocina por los cortes de mis brazos, las paredes con agujeros por los golpes que daba con mi cabeza.

Pululaba en calles llenas de basura y drogas baratas. En uno de esos pasajes conocí a Carol, teníamos la misma edad, 17 años, ella se había escapado del SENAME. Andaba con una bolsa de neopreno afirmada a la cara con la mano izquierda. Sucia, morena, delgada y ojos celestes como el mar. Cuando se acercó a pedirme dinero me tocó el hombro. 

Puta vida, pensé que ya podía controlar las visiones.

Estaba en una cama pegajosa y húmeda, amarrado de brazos y piernas, mi estómago se movía por el sonido de las tripas, mi garganta me raspaba de tanto gritar, mi cara estaba tiesa de la sal que queda de las lágrimas secas, señoras con delantal entraban a vigilarme.

— Así aprenderás a hacer caso, perrita — Susurraban en mi oído.

Niños pasaban por fuera de la habitación y me miraban con pena. Sentí un vacío, se habían llevado a mi bebé y no lo vería nunca más.

Le tomé la mano que estaba posada en mi hombro, me giré, la abracé tan fuerte que sentí el latir de su pecho y dejé de sentir el mío. Lo último que recuerdo fue que caía al suelo, la escuché gritar mi nombre y me ahogué con mi vómito. PUTA VIDA.  

CUENTOS DEFORMES: misterio, tragedias, distopiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora