XXIV - Gabriel

614 60 24
                                    

Todos comenzamos a salir al estacionamiento, cuando Cristian dijo que iría a ver por qué Ale se estaba tardando tanto. Yo lo detuve, le dije que yo lo haría. Me dio la llave para que cerrara bien el restaurante por si a Alexander se le había olvidado las suyas, siempre lo hacía, al parecer aún no se acostumbraba a llevarlas con él. Caminé los pocos metros hasta la puerta del restaurante. Adentro algunas luces seguían encendidas. Abrí la puerta, caminé por el restaurante hasta la cocina.

Siempre fui una persona calmada, un hombre tranquilo. Odiaba las confrontaciones fuertes, las peleas, los problemas. Toda una contradicción para alguien cuya adolescencia y parte de la juventud se la había dedicado a dos deportes en los que debía pelear para ganar, y que como cereza para el pastel había decidido estudiar derecho, la carrera que por excelencia se creía que era para las personas a las que les gustaban los conflictos; pero con el tiempo me di cuenta que ahí radicaba el éxito en mi carrera. No se trataba de ser el que más le gustaran los problemas, sino al que le incomodasen tanto que buscara la mejor manera de resolverlos. Ese era yo. El que intentaba solucionarlo todo dialogando, incluso cuando sabía cómo dar golpes; el que creía que no era necesaria la violencia, aunque entrenó la mayor parte de su vida un deporte que era mayormente agresivo y violento. Vivía en esa burbuja en la que sentía que no había nada que justificara los golpes, la violencia, la agresividad a menos que se tratase de una sana competencia dentro de un cuadrilátero o un octágono.

Pero todo eso se fue al caño cuando entré a la cocina de La Casa y encontré a Fabian luchando por bajar los pantalones de Alexander. Mi cabeza comenzó a palpitar, no lo pensé, sin darme cuenta estaba sobre Fabian. Con una fuerza, lo agarré por la nuca y tiré de él estampándolo contra el piso. No hubo técnicas, no hubo llaves elaboradas, yo era solo un hombre lleno de rabia cuya sangre hervía debajo de la piel. Su espalda contra el suelo de baldosas emitió un sonido horrible. No gritó, solo se quejó fuerte. Abrió sus ojos y se encontró directamente con los míos. No tenía ni idea de cómo me veía, pero él estaba, definitivamente sorprendido de verme y enojado por haber sido encontrado. Intentó levantarse, pero rápidamente lo pateé en las costillas, se retorció del dolor. Me agaché, le inmovilicé las manos con las mías y puse mi rodilla en su cuello.

-Muévete, habla, o respira y te juro que te mato – le escupí –. Solo dame el maldito placer de hacerlo – no sabía quién se había apoderado de mí, no conocía a ese Gabriel –. Odio la violencia, pero lo disfrutaré.

Lo arrastré lejos de Alexander, ignorando sus quejidos y amarré sus manos a la pata de una de las mesas con el cable de una de las licuadoras. Pasé el cable de otro electrodoméstico por sus tobillos. Era lo mejor que tenía. Puse un trapo de cocina en su boca para asegurarme que no dijera nada que pudiera molestar a Alexander, o cualquier cosa que me hiciera perder la calma, acababa de descubrir que no era precisamente el hombre calmado, tranquilo y de carácter fácil que había creído que era; la furia que se había encajado en mi pecho era todo un mundo nuevo para mí y debía tener cuidado, tampoco quería hacer nada demasiado estúpido. Tuve que recordarme eso constantemente para no abrir al tipo por la mitad, o mandarlo a coma de un solo golpe. Nunca había experimentado el odio y la rabia que estaba sintiendo en ese momento; en las competencias había sido todo concentración y sana competencia en un deporte de contacto calificado como peligroso, pero nunca me ensañé con ninguno de mis contrincantes. Era recurrente y normal que les pasara a algunos, sobre todos a los competidores adolescentes, pero ese nunca fue mi caso. Mi entrenador siempre me felicitó por eso, por mantener mi cabeza fría y centrada. Mis frustraciones las sacaba durante las practicas, pero durante las competencias era tan profesional como debía y podía serlo.

Regresé hasta donde estaba Ale. Se había tirado en el suelo. Estaba ahí sentado con las piernas pegadas a su pecho, su cabeza recostada sobre sus rodillas y sus brazos rodeándolo. Su mirada estaba perdida en algún punto de la cocina, sus mejillas estaban llenas de lágrimas y en su cara comenzaban a aparecer el rastro de algunos golpes. Quería abrazarlo y no soltarlo. Protegerlo con mi cuerpo para que nada le sucediera, como si eso fuese suficiente para alejarlo de lo que le acababa de pasar. Había llegado justo a tiempo. Un segundo más y probablemente si hubiese matado a Fabian sin pensarlo dos veces. Me agaché para quedar justo en frente de él. Comencé a tocarlo en busca de heridas ocultas, cuando pasé mi mano por la parte de atrás de su cabeza, sentí sangre seca en su hermoso cabello. Tenía los risos despeinados. Todo en él estaba mal. Ese no era Ale, ese no era mi Ale. Era una capazón vacía, e iba a quemar medio mundo si tenía que hacerlo para que el maldito que le había hecho eso lo pagara.

SERIE NUESTROS MEJORES DÍAS - 1. CRUCE DE CAMINOS - Pronto en físico.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora