Lesya Oxana Bondarenko, una mujer rubia y de piel blanca acostumbrada al frio de la Ucrania apenas mencionada en una vida, desde el balcón de su apartamento veía casi que con aturdición en sus ojos, aquellas cupulas doradas iluminadas por los impetuosos rayos del sol. Tomaba una taza de café con galletas y junto a ella reposaba una carta roja, y no por ser ese el color del sobre, con letras rusas en el sobre—que no ha abierto ni tampoco piensa abrir— y un escudo con espada y otros símbolos que quiso dejar boca abajo en una gaveta que aún seguía abierta. Sonó su celular, pero a pesar de sus esfuerzos no logró contestar la llamada. El número que estaba precedido por un +57 le pareció extraño, así que no hubo tanto interés en la llamada no contestada (tenía ya dos llamadas perdidas de ese mismo número, pero solo había sonado esa última, o por lo menos ella solo había escuchado al tercera). Volvió a sentarse en su balcón y permitir que tanto la brisa como el sol le acariciasen la piel, como dándole o quitándole vida; no lo sabe, pero solo deja que suceda. Se siente bien. Le agradecía a Dios por haber logrado conseguir su apartamento en el último piso del modesto edificio; allí encontraba una perturbable paz, bastante irregular, pero con una potencia que le hacía florecer después de haber sido hecha cenizas.
Se había quedado dormida allí; en la silla, en su balcón. Las plantas, cada una en sus materitas, eran sus guardianas de cualquiera de los peligros del viento, de la noche o de la luna. ¿Cuáles peligros? Justamente esos. Quitándose la pereza y acalambramiento de su cuerpo, se dirige al baño, pero no si antes entrar la silla; ubicarla junto a su cama y cerrar las grandes puertas-ventanas del balcón. Deja caer con desprecio su vestido, el panti y por fin sentir ahora una libertad no parcial; total. Al terminar de ducharse la bruma invisible de vapor contrastaba al salir del baño y entrar al cuarto. Por los cristales de su balcón se veían las luminosidades de una ciudad activa, escuchaba como las motos y carros pasaban por frente al edificio. Sin miedo a que alguien le viera desnuda, deja caer la toalla de su cuerpo para dejar libre sus pequeños senos junto con sus nalgas redondas, pálidas. Al cabo de un tiempo se le erizó la piel, se recostó con el cabello aún mojado sobre su cama en donde su mano recorrió con sobos y caricias sus pezones para luego bajar a su vulva y empezar a masturbarse. El placer recorría su torrente sanguíneo, mordía los dedos de su mano libre, rasguñaba las sábanas. Extasiada dio un orgásmico gemido al terminar. Mira su celular. Son las seis y cuarto de la tarde. Decide cambiarse y bajar a la recepción por la correspondencia; lleva tres días que no sale más que a deambular por los pasillos del edificio y subir a la azotea para recibir la brisa fría de las mañanas o el sol frívolo de los medios días.
—Buenas tardes, señorita Lesya.
—Buenas tardes, Vladimir. ¿Cómo estás?
—Muy bien...
Lesya se acerca a la parte de los gabinetes donde se deposita el correo y no haya nada. No encuentra rareza en el hecho, pero incluso antes de que se aleje de los correos el portero le dice:
—Ah, señorita Lesya. Para usted hay un paquete aquí —el uniformado se agacha bajo de su mostrador de dónde saca una caja de cartón, de un azul claro y con un logo en el costado delantero—. Mire, aquí está. Los trajeron unos señores bien portados y me insistieron en que necesitaban verla, aunque yo pensé que usted no estaba en el apartamento... Hace rato que no bajaba y creí que estaba donde sus amigas... y por eso les dije que no era posible, que usted no se encontraba. Se llevaron el paquete y volvieron al día siguiente, pero les comenté que usted aún no se encontraba y resulta que usted si estaba aquí... Discúlpeme por no avisarle —menciona el portero con un tono de culpabilidad en su voz y como si guardase para si algo que le avergonzara.
—No, hay problema. Tranquilo —dice Lesya despreocupada, asumiendo parte de culpabilidad.
La coloca sobre el mostrador y Lesya se acerca, toma la caja sin mucha emoción (ignorando el logo marcado en la caja), da las gracias y se va a su departamento nuevamente. Allí deja la caja sobre su cama para luego dirigir su mirada a la gaveta abierta donde descansa la carta roja. En la cocina se prepara un sánguche y lo come mientras ve televisión. Se hacen las siete de la noche. Buscaba su celular y recordó que lo dejó en la cama. Para su sorpresa, el logo que ni tan siquiera tuvo la decencia de reparar era ahora la causa del agujero negro que se generaba en la boca de su estómago al abrir la puerta de su cuarto. Era el logo de los PANIM. Si alguien en ese momento le estuviera preguntando que sentía al ver ese logo no sabría explicarlo porque a pesar de solo ser dos sentires eran de la naturaleza más extraña que jamás haya experimentado. Enardecimiento y suspicacia. Esta segunda no esperaba categorizarla dentro de unos minutos; era en el acto. Acercándose a la caja, retira la tapa y se encuentra con una carpeta de color azul celeste. Al abrirla se halla con un bonito papel que le hace una invitación oficial a la ceremonia de los premios PANIM en Santa Marta, Colombia. En un pequeño bolsillo que no había visto, se refugiaba una hermosa carta dorada con un sello en cera. El logo de los premios.
Quedó en un ensimismamiento casi que quince minutos, allí; sobre su cama. Observaba como sin sentido físico aquellos objetos. Ahora hallaba sentido a aquella llamada de un número desconocido la cual no pudo contestar. Verificó en internet que el +57 si era el indicativo de Colombia. La verdad, Lesya, no cabía en su propio pellejo como cuando a los niños en las novenas se les dice que tendrán regalo o a un asalariado que obtendrá un aumento. Cogió su teléfono y escribió por el grupo en donde estaban ella y sus otras dos amigas; Lyaksandra y Akalena. Solo Akalena respondió los mensajes de Lesya, fue entonces cuando decidió llamar a Lyaksandra a su celular. Al tercer timbrazo contesta la chica desde el otro lado de la bocina:
—¿Lesya?
—Hola, Lyak.
—¿Cómo estás?
—Muy bien, gracias por preguntar. Tengo que preguntarte algo...
—Claro. ¿Qué es?
—¿Estás libre ahora como a eso de las 8:30?
—Si, claro... ¿Por qué?
—Revisa el grupo.
—Voy.
Lesya cuelga y relee nuevamente el mensaje que les va a enviar a sus amigas. Describe pobremente lo que es el PANIM y que ha sido una de las nominadas. Pide que pasen por ella a su apartamento, cuando lleguen les explicara con detenimiento las cosas y de allí cogen para alguna discoteca a celebrar. Cuarenta y siete minutos pasaron para que llegasen las amigas de Lesya al edificio; las hizo pasar y lo primero que hicieron al verse fue darse un abrazo las tres y formar una algarabía de felicidad.
—Bueno, vamos que se hace tarde —ordena luego de terminar su explicación detallada de todo lo que acarrean los PANIM y el hecho de ser nominada.
Justo antes de salir Lesya Oxana Bondarenko les dice a sus amigas que se adelante, que le esperen en el pasillo; junto a la escalera. Así lo hacen las dos jovencitas. Mientras, ella, en su habitación cierra la puerta, se acerca a la gaveta abierta en donde aún reposa boca abajo aquella carta. Esa carta que le recuerda los precios que se pagan por representar la lucha, o más bien un estorbo, contra un poder, contra una recalcitrante Rusia arrasadora. La mira desde arriba con altivez —está muy segura de lo que ha de decir esa carta—, pero su ser trata de flaquear por un momento, aunque ella no se lo permite del todo. Respira profundamente. Traga saliva, toma la carta con repugnancia y en la cocina le prende fuego, espera que se consuma y las cenizas van a parar al lavaplatos. El agua de la llave se las lleva para siempre como el alba a nuestros sueños febriles que nunca alcanzaremos. Asegura la puerta y alcanza a sus amigas. Toman un taxi; se van.
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Lo malo de ser bueno
RandomLos premios PANIM son el máximo reconocimiento de paz a nivel mundial que puede recibir una persona. Cinco personas de al rededor del mundo son nominadas para la gran noche de premiación. Leonardo, de Colombia. Lesya, de Ucrania. Isabelle, de Estado...