El amor de Sara Braun hacia los tres hombres de su vida iba a ser más eterno que su propia existencia. Y tan sólido como el dolor que siempre cargaría sobre los hombros por haberles fallado a todos ellos.
«Aquí yace el sempiterno amor de Sara Braun».
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|01| LA FORTALEZA DE UN GUERRERO
Podía sentir las gotas golpearle el rostro, la impetuosa lluvia no mostraba señales de querer cesar, pero Sara no se detuvo. Conteniendo el aliento siguió corriendo sin hacer caso a sus ya entumecidas extremidades, que le rogaban detenerse. Apretó más el rifle contra su pecho, soportando las sacudidas que hacía su mochila con cada paso que ella daba.
Estaba agotada, pero no podía parar. No si su propósito era cuidar de Reiner; debía seguir sin importar el qué. Y así lo hizo, manteniendo la mirada al frente, Sara Braun continuó corriendo.
—¡¿Quién les dije que podían caminar?! —gritó el comandante Magath, siguiéndoles el paso montado sobre un caballo—. ¡Corran, sucios bastardos! ¡Todos quieren ser honorables miembros de Marley, ¿no?!
No, a Sara le importaba un carajo Marley. Ella estaba ahí por motivos más importantes, pero no dijo nada y, guardando silencio, siguió corriendo.
Continuaron así por treinta minutos más. Sara esforzándose por ignorar el estado de su hermano, que parecía a nada de perder el aliento; con los labios separados, tratando desesperadamente de poder inhalar todo el aire que pudiera. Reiner seguía tan lleno de determinación como el día en el que le había contado sobre sus planes de volverse un guerrero Marleyano.
Pero la determinación no lo era todo para un guerrero; Sara pronto había reconocido que Reiner no eran tan fuerte como los demás y, con eso en mente, se obligó a sí misma a ser fuerte por los dos. Porque si él no se volvía lo suficientemente fuerte para poder mantenerse con vida en la guerra, entonces ella iba a adquirir la fuerza para protegerlos a los dos.
Sin embargo no fue sencillo, mucho menos al principio. Todavía recordaba cuando ella misma no podía seguir en pie luego de la primera hora corriendo.
—¡No tienes que acompañarme, Sara! —le había dicho Reiner, luego de que ella le dejara claras sus intenciones de seguirlo.
Sara sonrió, estirando sus comisuras en una sonrisa que ocultó el dolor de saber que, fuera como fuera, nunca iba a lograr lo que siempre deseó.
Pero al menos moriría intentándolo.
—Claro que tengo, hermano —le había respondido ella—. Tengo un sexto sentido, ¿recuerdas? Voy a encontrarte donde sea que estés, siempre juntos, ¿verdad?
Y Reiner iluminó su mundo con una sonrisa llena de una inocente esperanza por un futuro mejor; él no supo que los estaba condenando. Pero no iba a ser Sara quien se lo dijera.
Sara había guardado aquella sonrisa en lo más profundo de su mente y corazón, porque cuando pensara en rendirse, cuando se sintiera derrotada por el dolor físico, la imagen de su hermano sonriendo como si el mundo no estuviera lleno de crueldad y sufrimiento era lo que le daría las fuerzas para seguir.
