Perspectiva

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Oscuridad, tiene varias horas sin ver ni un rayo de luz. No es de extrañarse, muchos en su condición no ven la luz por días completos, algunos no la ven por meses antes de rendirse frente a la luz final.

Divagan chocando contra las paredes sin la certeza de ningún detalle de su vida.

La luz llega por unos segundos en forma de su sonrisa, un día soleado, la brisa, el mar, la arena, tan pronto como llega desaparece. Desaparece para no regresar nunca, mucha de la luz no vuelve más, nada puede hacerla regresar. La oscuridad consume hasta la más brillante de las luces, las devora sin piedad, recorriendo todos los rincones y apoderándose por completo de su identidad.

Ellos abren la puerta de su celda, él se levanta instintivamente, en el punto en el que se encuentra le queda poco más que el instinto para relacionarse con su entorno, muchos días ni eso. No reconoce a ninguno de los dos tipos, sus rostros son completamente nuevos para él, sin importar que han visitado su encierro por los últimos 3 años, es como si cada día enviaran a nuevos guardias a custodiarlo. Clama por ayuda. No hay respuesta. Nunca hay respuesta, no puede culpar a nadie por no acudir en su ayuda, su clamor es un patético intento de frase, luego de tanta tortura su voz no tiene el mismo impacto que cree tuvo anteriormente.

No intenta resistirse. Está demasiado debilitado, quiere creer que hubieron días mejores, días donde hubiera dado una pelea digna contra los dos intrusos en su habitación, pero no los recuerda, no recuerda la última vez que fue capaz de defenderse, lleva tanto tiempo en ese lugar que no le quedan memorias de tiempos mejores. Solo conserva el eco de esa exacta misma rutina: lo sacan, lo torturan y lo regresan.

Mientras lo fuerzan a caminar lentamente por los pasillos, los ojos desorbitados de sus compañeros en la prisión lo siguen al avanzar, no reconoce a ninguno. Se pregunta: ¿Cuál fue su pecado? No recuerda haber incumplido de tal forma las reglas del juego para recibir semejante condena. ¿Dónde estuvo su error? Se cuestionó si haber leído más o aprendido un segundo idioma lo habrían ayudado. Lo duda, ya no importa, no hay marcha atrás. Como ya lo he dicho: la luz no regresa nunca, el tiempo tampoco.

El último par de metros es arrastrado por dos personas que salieron de la nada, no los reconoce.

En la sala lo esperan dos personas: uno joven y la otra mayor, vienen preparados con sus instrumentos de tortura, inician el interrogatorio sin darle tiempo de sentarse, intenta aferrarse a sus guardias, al menos ellos lo regresarán a su oscuridad donde puede estar en silencio esperando por el siguiente glorioso rayo de luz, si es que llega. Últimamente la luz se ha olvidado de él, espera que el momento esté cerca, no sabe cuanto puede mantener la cordura sin la luz.

Ignorando sus súplicas lo obligan a permanecer en la sala, el más joven se acerca, su rostro es difuso y habla palabras sin sentido a mucha velocidad, no comprende ni la mitad de ellas, menos aún el significado de ninguna.

Tienen mucho más sentido el cantar de los pájaros o el sonido repetitivo del reloj que el parloteo de aquel muchacho. Lo mira buscando alguna pista de su procedencia, es la primera vez que lo ve, pero recuerda su instrumento de tortura.

Él mismo lo usó mucho en su juventud, como disfrutaba usarlo, no descansaba hasta lograr la perfección, no como ese remedo de muchacho que llegaba ahí a castigarlo con su incompetencia, tan solo iniciar siente que su cuerpo deja de obedecerle, espasmos erráticos conducen sus músculos más allá de la fuerza de su voluntad, no puede controlarlo.

El muchacho lo nota y, eso parece motivarlo a continuar con más ahínco, es preferible la muerte antes de soportar ni un solo minuto más a sus músculos respondiendo a tal vulgar rendición. Ahora su cabeza también se une a los espasmos, no le queda dignidad, si lo vieran desbaratándose sin control con ese chillido.

La mujer mayor, que claramente es la jefa del muchacho le indica detenerse, su cuerpo se sacude un par de segundos más, bajando la intensidad al detenerse la tortura.

Ella rebusca en su bolso y le ofrece un paquetito, el hombre no levanta la mirada, no habría tenido caso, todos tienen el mismo rostro, rostro de nada, rostro sin identidad, rostros iguales, vacíos y confusos.

La anciana abre el paquetito revelando un contenido blanco y cremoso, el inconfundible olor del azúcar activa su inservible cerebro. Una sonrisa curva las comisuras de sus labios, con una mano temblorosa la anciana le ofrece una cucharada del contenido del recipiente.

No sabe que es, nunca antes lo ha comido, y si lo ha hecho, no lo recuerda. Todas las comidas en su prisión son más o menos iguales, no podría diferenciar una de la otra, pero aquel cremoso manjar es distinto. La anciana interrumpe el encuentro de su cerebro con el sabroso impulso del dulce entrando en su sistema, hace una pregunta, no significa nada para él. Hace otra, formula diez preguntas más antes de rendirse, ni el delicioso rayo de luz que abrió el postre cremoso lograron que soltara una sola palabra.

El más joven acerca su instrumento a las manos de él, sonríe encantado, intentando captar reconocimiento en los ojos de él. Nada. Cada día peor.

La anciana le quita importancia, hace una serie de señas que deben tener sentido para los guardias, él nunca los había visto antes.

La mujer retira el frasco vacío y se pierde de vista dentro de su bolso.

Él siente un calorcito en su mejilla cuando ella se acerca a despedirse, el muchacho y ella sale de su presencia

Unos guardias nuevos lo regresan a su cuarto aún relamiéndose los dientes, con los ojos cerrados atesorando el sabor que lo acompañará solo unos minutos más.

—Abuela, ¿Cree que se ponga bien? —pregunta el niño, es una pregunta con una sola respuesta: corta, acertada y veraz: No. Tan veraz como dolorosa, su abuela no tiene valor de decirle al pequeño que su abuelo no volverá a ser el mismo jamás, tiene miedo de decírselo a ella misma, de reconocer que hace ya bastante no queda nada del hombre al que amó por más de cincuenta años.

—Hoy me pareció que bailaba cuando tocabas su violín. Estás mejorando una barbaridad —el pequeño se emociona tanto con el elogio que olvida que su pregunta no fue contestada.

—Yo también lo vi bailando. Estaba muy contento. También se saboreaba el arroz con leche.

—Siempre fue su favorito, quiero creer que más allá de la enfermedad puede disfrutar de su sabor.

De regreso en su habitación volvió a la oscuridad, ya había olvidado los acontecimientos del día, solo le quedaba el dulzor en los labios, labios flojos en una línea curveaba, labios reflejo de una mente vacía, de un sueño muerto, del eco de un hombre que solía jactarse de su buena memoria. 

Cuentos de Malas Noches.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora