II. Fenece un infante

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Angelitos al cielo; y a la panza los buñuelos.

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Un denso y viscoso líquido rojo escarlata recorría lentamente el asfalto. La rueda del camión blanco de la panadería Bonne Qualité estaba manchada, pringada y bañada en ese pastoso fluido color rojo opaco brillante. Un líquido tan untuoso que se adhería a cualquier cuerpo. Poco a poco, serpenteaba a causa de las insignificantes piedras que formaban el asfalto en conjunto. Recorría la carretera que cruzaba el pequeño pueblecito de Omersthland partiéndolo por la mitad. La recorría de manera tarda, pero hasta que rozó, acarició suavemente el zapato color marrón cuero de Steven Stock, a este se le hizo efímero el tiempo. El camión de Bonne Qualité empezaba a asemejarse más bien al que aparcaba frente al comercio de la calle paralela. El señor Collins bajó del camión. A duras penas logró esquivar el charco que se formaba alrededor de la rueda manchada. Se colocó una mano en el pecho. La otra se escondía tímida y temblorosamente tras su espalda. Empezó a recitar algo bajo susurros de terror. La boca le temblaba, sus ojos casi lucían desorbitados. Cuando al fin terminó su extensa oración memorizada palabra a palabra, que en otras circunstancias hubiese alardeado de conocer, abrió la puerta trasera del camión y tomó en mano una manta. Ubicada ésta en su derecha, la izquierda cerró cuidadosamente y sin hacer ni el más mínimo fragor, la blanca puerta. Un olor a pan y variados bollos inundó la calle con el aire expulsado al mecer la puerta al interior del camión; sin embargo, la gente presente no advirtió el aroma, ya que el pánico hacía acopio de miradas y atenciones. Emmett Collins se acercó al origen de la sustancia roja. Largos y ondulados filamentos cubrían el líquido. Eran de color áureo pálido, con ciertos toques de ocre y castaño claro. Tendió la manta sobre el cuerpo que se hallaba en el suelo tumbado. Una acumulación de líquido transparente se acumuló en el lagrimal del señor Collins. Poco a poco fue aumentando hasta llegar a desbordar. Entonces, rápidamente se decidió a caer, y precipitó una débily sincera lágrima en el rostro de la niña.

 Entonces, rápidamente se decidió a caer, y precipitó una débily sincera lágrima en el rostro de la niña

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3

El lúgubre ambiente de aquella habitación cuando la única mota de luz que se colaba eran los rayos del sol que entraban por las ranuras que quedaban abiertas de la persiana fundiendo el orbicular espejo con el fulgor escaso a modo de lupa para reflejar y proyectar unas marcas de zarpas en la pared no habría podido ser comparado con ese gracioso cuartito ornado cuidadosamente con gran interés durante los años. En el centro de las zarpas y gruesas paredes de la maceta, como protegida por las bestias que arañaban cada noche el susodicho elemento, una flor habitaba. Arropada por dulces sedas negras que se fusionaban en un excepcional diseño en monocromo gracias a la presencia de ese espectacular blanco que regalaba una rica y variada selección de una peculiar escala de grises, el elegante interior de la planta intacto se mantenía. Sus pétalos poco a poco fueron desprendiéndose, la flor frágil parecía, mas no por quedar desnuda era débil. A una flor le puedes robar la ornamentación y dejarla en un simple tallo verde intenso, pero ese tallo es mucho más complejo de lo que puedes llegar a imaginar, y si eso no se lo robas y destruyes, nunca podrás robarle el alma. Poco a poco fue emergiendo su desnudez, y el oscuro espacio fue convirtiéndose en una luminosa estancia, ya que la vista fue adaptándose a la poca luz que había. Paulatinamente, los pétalos de la flor empezaron a convertirse en suaves sábanas pegadas a la desnudez de una flor que gradualmente se iba descubriendo como una niña. Su cuerpo resplandecía con una intensidad enorme, de un blanco tan fuerte que cualquiera hubiese asegurado que yacía en el lecho de la muerte. No, pero no podía estar muerta. A una flor que se le desprenden las hojas y los pétalos, lo que le ocurre es que se mustia, pero para palidecer y fenecer le queda el pésimo intento de sobrevivir. Pocas flores consiguen birlar a la muerte en estas circunstancias, y ésta en particular, no lo conseguiría.

El Óbito de Virginia StockDonde viven las historias. Descúbrelo ahora