XII. Dulces sueños

8 2 0
                                    

1 El dibujo de Jane Halloran

El verano había finalizado, y los aldeanos fueron olvidando el suceso que los había dejado sin habla unas semanas atrás paulatinamente. Finalmente, Virginia y Steve habían sido olvidados. Su recuerdo fue sustituido por otros. Corrían las seis de la tarde, y Louisa Burton ya se había encargado de preparar todo para que sus hijos empezaran el colegio al día siguiente. En tela había envuelto las galletas que les había preparado por la tarde. Además, se cercioró de haber forrado todos los libros de texto y de haber marcado los materiales que iban a precisar. Más tarde les llamó para que prepararan sus respectivas mochilas. Después de ello, se dispuso a preparar la cena.
- Mamá - dijo Jane entonces.
- ¿Qué quieres, cielo?
- No tengo ganas de que termine el verano.
- Pero has de ir al colegio. El verano no puede ser eterno, si no, te cansarías de él.
- No me cansaría, haría de todo. Podríamos ir juntos al campo un tiempo, y veríamos las mariposas sobre nosotros. Oh, mamá, me encantaría tener una sobre mi oreja. Me susurraría cosas tan deliciosas...
- Tarde o temprano sentirías añoranza por ver a tus amigos y a tu profesora.
- Puedo verlos cuando quiera, ella puede visitarme. No haría falta preocuparse por ello.
- Oh, cariño, el mundo sería maravilloso si pudieses vivir así. Pronto tus sueños no serán más que... Olvídalo, algún día iremos a ver mariposas.
- Pero yo no quiero eso - dijo contradiciéndose - quiero ver una cabrita. Una cabrita blanca como la nieve. Esa cabrita me querría tanto que no la podría dejar escapar. Sería mía.
- ¿Y entonces qué harías? ¿Traerla a casa?
- Sí, y yo sería una linda pastorcita. Vestida con una camiseta azul a rayas y un peto blanco como mi cabrita.
- Y tu leche sería la mejor del mundo.
- Sí, porque me la daría mi cabrita. Sabría a la miel más dulce.
- Tú sí que eres dulce, cariño.
Entonces Jane se puso de puntillas, y tras flexionar las piernas su madre, le dio un beso tan dulce como la miel en la mejilla.
- ¿Sabes, mamá? Quiero ir al colegio, les contaré todo sobre mi cabrita. Oh, será maravilloso. La quiero tanto...
- Y yo quiero tanto a mi dulce pastorcilla...
Jane con ello se fue satisfecha a su dormitorio. Entonces, de un montón, tomó un folio y de su estuche un lapicero. Le sacó punta y dibujó una cabrita. Pero la cabrita estaba sola, no tenía a nadie. Entonces, le dibujó a una niña para que no estuviera sola, y un pastor, para que la ordeñara y pudiesen beber la leche de la cabrita. Pero algo faltaba que no convencía a Jane. Oh, cómo había podido olvidar algo así una niña tan lista. La cabrita no podía dar leche. No había comida. Entonces tomó un lapicero verde intenso y dibujó hierba por todo el folio, y con el otro lapicero y una cera amarilla pintó margaritas para su querida cabrita. Aun así, algo faltaba. Oh, cómo podía haber pasado por alto algo tan importante una niña tan lista. La cabrita tendría sed, y con una cera azul celeste, le pintó entre la hierba un profundo lago. Allí la cabrita podría beber. Allí la niña juega con su cabrita y con el pastor, que ordeña a la cabrita de dulce leche que come la mejor hierba y margaritas.
- A cenar, mis niños - dijo Louisa, y Jane dejó el dibujo terminado en el alféizar de la ventana.
Oh, cómo podía haberse descuidado una niña tan lista. El dibujo corrió junto al viento a lo largo del pueblo. Atravesó la vivienda de los Stock y aterrizó en los lomos de una blanca cabrita a la que una niña se abrazaba fuertemente. Llevaba un vestido blanco como la cabrita del dibujo y azul como el lago. Desde el interior de la casa, sonó la voz de un hombre agotado. El pastor de la cabrita.
- Mary, la cena está servida. Mete a Luna en el corral y lávate las manos.
- Voy, papá - contestó la niña, bailando su vestido a la luz de la única espectadora y su acompañante de mismo nombre, mientras observaba con admiración ese dibujo que parecía retratar su familia.
Por la noche, a la luz de una vela, escribió tras el dibujo:

Si quieres conocer a Luna, te la enseñaré gustosa.
Mary

2 El encuentro de Mary Ronson

Había amanecido en Omersthland un día tranquilo, como cualquier otro. El viento acariciaba animado la hierba que cubría el prado de la granja de David Ronson. Al horizonte, se veía el hermoso pueblecito de pizarra y piedra, y al fondo una pequeña extensión anaranjada que delimitaba mediante una fina línea blanca con el esplendoroso e imponente océano. En esa pequeña playa a la cual acudirían los niños de la aldea tras las clases. En ese momento allí se respiraba tranquilidad. Habían eclosionado los huevos de una gran tortuga que por ahí tiempo atrás pasó y pequeñas tortuguitas iban andando alegremente al mar. El cielo lo surcaban ruidosas gaviotas, que volaban con las alas bien extendidas, exhibiendo su beldad. Desde el porche, con su café humeante, observaba todo eso David Ronson. Era un observador paciente. El ganado le había instruido mucho durante su vida. Se puede vivir bien sin necesidad de tener. Con poco se contentaba. Todos los días veía el sol emerger y eclipsarse ante la mágica noche. Todos los días observaba a los pequeños habitantes de Omersthland moverse desde todos los rincones del pueblo. Reía. Quizá él conociese mejor el pueblo desde la lejanía de las alturas que los propios habitantes del pueblo, ajetreados por llegar a donde quisiera que fueran. Él tenía mucho que hacer, muchas tareas que lo mantenían ocupado el día completo, pero no tenía prisas. Sentía que vivía. Respirar el aire que trae el mar, oler la hierba húmeda por el rocío, ver a su niña crecer. No es necesario tener nada para tenerlo todo. Miró el viejo reloj de pulsera que llevaba, el cual había pasado de su abuelo a su padre, y de este a él, y dejó el café en una mesa de madera que había junto al asiento en el que se encontraba. Tenía que despertar a Mary si quería llegar puntual al colegio. El anciano personaje abrió la puerta del cuarto de la niña. Poco a poco, se filtró la luz del exterior en el cuarto de la pequeña, iluminando su cara. El trinar de los pájaros también penetró en el pequeño cuartito, acompañando el agradable saludo del viejo. La niña pronto estuvo de pie, frente a la ventana, saludando con graciosas muecas a la cabrita que más quería del corral, a Luna. Contempló el dibujo que llegó a ella el día anterior y lo introdujo cuidadosamente en su mochila. Hizo la cama y velozmente de quitó el pijama y lo dejó doblado bajo la almohada. Entonces, sacó del armario un vestido verde que se vistió. Fugaz, fue al aseo para acicalarse. Se lavó las manos, se peinó, recogiéndose el flequillo en dos trenzas detrás de la cabeza, anexándolas con un trozo de tela granate. Se sonrió. Ya estaba lista para desayunar.
- Buenos días, papá.
- Hola, preciosa. Te traigo todo enseguida.
El anciano se levantó aún ágil y tomó una taza de porcelana en la que sirvió leche que había calentado en un cazo. Después de dejar la leche en el lugar donde se había sentado la niña, se aproximó a una sartén y recogió una rebanada de pan que en ella había. Al sacarla, estaba humeante, y la puso en un plato que había cerca. Encima de esta, puso un trozo de queso. Volvió a acercarse a la niña, y le dejó frente a ella el plato. La niña ya había probado la leche y tenía las comisuras de los labios manchadas. El anciano tomó una servilleta y la limpió. Le dejó la servilleta al lado izquierdo a la pequeña. Ella continuó comiendo. El hombre salió al exterior y sentó en la silla de antes para continuar mirando al frente, al pueblo en el que había vivido siempre. Eso ya lo había visto, ya lo conocía, pero entonces se dio cuenta de que no había visto nada más en su vida que ese pueblo. Pero tampoco tenía ganas de averiguar que había más allá. Era feliz donde vivía. Al rato, Mary salió de la casa.
- Venga, papá. Tenemos que irnos ya.
- Ve al coche, que te sigo.
La niña salió corriendo al coche, con la cartera golpeándola en la espalda. Al llegar, miró al anciano y rió.
- Así no vamos a llegar, papi.
Al final, el David Ronson llegó al coche, le abrió la puerta a la señorita, que entró divertida, y la cerró a la vez que abría la suya. Entonces se dirigieron a la escuela. En la urbanización The Mounts se hallaba la escuela. No era complicado llegar. En cuanto el coche frenó, la niña salió del coche en dirección a la puerta del edificio, no sin antes acercarse a la ventanilla de David Ronson y hacerle abrirla para darle un beso, gesto que el hombre agradeció. Después de esto, la vio salir corriendo. Ahí fuera estaba la amable Victoria Adams, que saludó a Mary nada más verla. Mary, con el dibujo en la mochila, corrió al interior para ver a Lizy Cox y Henri Lennox, sus mejores amigos. Ambos estaban juntos sentados en el suelo nada más cruzar la puerta de entrada de la modesta aula al frente. Nada más verla, los dos se abalanzaron en ella fusionándose en un largo abrazo a pesar de haber ido a la granja casi a diario durante todo el verano. Entonces, Jane Halloran, llevando de su mano a Peter, apareció por la puerta de la clase, acompañada por detrás de Victoria, la maestra. La mujer rogó silencio, algo que cumplieron los alumnos de delante exclusivamente. Enfrente se sentaron los alumnos que más llevaban ahí, aunque había algún que otro pequeño despistado que había perdido el rastro de sus escandalosos amigos. Más atrás se ubicaban los chiquillos más jóvenes, algunos acompañados por sus atentos hermanos, que, aun hartos de sus lloros y chillidos, los acompañaban en todo momentos, atentos de dónde se metían. Atrás del todo se encontraban los niños que más gustaban de hablar. La señorita Adams ya se lo conocía esto, año tras año se colocaban de igual manera. Entonces, se agachó y tomó las manos de Mary Ronson entre las suyas, y cariñosa le preguntó por sus vacaciones. Con este sutil gesto logró callar a los más rezagados, ansiosos de que llegara su turno. Entonces, Mary respondió animada.
- Señorita, este verano ha nacido Luna, la cabrita más bonita que he visto jamás. Es blanca como la nieve, alegre como una mariposa. Salta cual conejo y es más suave que cualquier perro. Mire, ayer a mi ventana vino un dibujo que parece retratar mi familia.
- Qué mágico parece lo que cuentas - contestó Victoria antes de que la niña sacara el dibujo cuidadosamente de su mochila.
- Más que mágico - dijo a la vez que enseñaba con orgullo el dibujo.
- Es muy bonito, Mary. Seguro que quien lo haya realizado lo hizo con mucho cariño.
Entonces, continuó preguntando al resto de la clase. Viendo los veranos de los niños, Victoria Adams se reafirmaba que mucho se podía hacer en aquel pueblecito costero. Llegó el momento en el que el último muchacho contó su verano, era William Page, el cual contaba cómo había ido a pescar con su tío, y cómo su padre había organizado unos juegos en los que había participado toda la familia. Además, contó que un día que hubo un apagón en su casa, su madre encendió unas velas que hicieron de la noche un momento más misterioso aún. Más tarde sus padres descubrirían que no se había ido la energía, sino que entre las paredes de la casa había un serio problema con las ratas, las cuales habían acabado con los cables que llevaban al cuadro eléctrico de la casa. Esto no lo contó el niño, inconsciente de que sus padres trabajaban por las noches tras acostarlo por culpa del dinero que les quitó este incidente. Tras el relato de William, Victoria les concedió a los niños un breve descanso. Mary, Lizy y Henri formaron un corro en el que se cerraron para conversar. Entre tanto, Mary notó un ligero roce en su hombro derecho. Al girarse vio a Jane Halloran, sin su hermano, algo extraño pues no se separaba de él en ningún momento.
- ¿Quieres saber quién hizo tu dibujo? - dijo la autora de este.
- Claro - contestó Mary.

3 Mary Ronson conoce a Jane Halloran

- ¿Sabes? Te siento rara al no verte junto a Peter - esto sacó una sonrisa en Jane -.
- Bueno, realmente no lo estoy persiguiendo todo el rato, aunque lo parezca. A mí también me gusta conocer y hablar con gente de mi edad.
- Si quieres, únete a nosotros. Siempre te veo con él. Bueno, eso si quieres dejarlo a merced de un destino incierto - Jane volvió a sonreír. Dios, tenía una sonrisa preciosa, pensó Mary -. Bueno, haz lo que gustes, no te obligo. Si no te caemos bien tampoco hace falta que te acerques.
- No, no, eso no es, en absoluto - contestó Jane -. Es que... ¿sabes? Es muy pequeño y mis padres me dicen que cuide de él. Tuvo problemas con los niños hace unos años. Por eso estoy siempre con él, desde que estoy junto a él no se meten con él.
- Bueno, tampoco me importaría si te lo traes contigo. ¿A vosotros os importaría? - preguntó a sus amigos, pensando por primera vez en toda la conversación en ellos.
- No me importaría - contestó Henri Lennox.
- Ni a mí - agregó Lizy Cox.
Jane Halloran sonrió nuevamente
Qué bonita sonrisa, volvió a pensar Mary.
y entonces Mary la arropó en sus brazos. Desde cerca, miró en sus ojos verdes, y Jane observó los ojos de Mary, en los cuales creyó ver el océano. Más tarde se reafirmaría, no lo creyó ver, vio el océano en sus ojos.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Jul 05, 2022 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

El Óbito de Virginia StockDonde viven las historias. Descúbrelo ahora