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Sentada al volante pongo el disco de Fifth Harmony Reflection, mientras el auto lentamente ingresa en una zona de neblina. Kwang está a mi lado, siguiendo el ritmo de «Sledgehammer». Volteo de vez en cuando para sonreírle, pero su vista está fija adelante. Intento preguntarle si pasa algo, pero su única reacción es subirle el volumen a la radio hasta que la música se torna insoportablemente alta, estiro la mano tratando de ajustar el sonido pero él me lo impide. Empezamos a forcejear y pierdo por unos segundos la atención de lo que sucede en la pista, y cuando mis ojos regresan al frente descubren unas luces encandiladas que atraviesan la niebla y se acercan hacia nosotros.

Desperté de golpe, con la ropa empapada en sudor y la respiración agitada. Eran las siete y media y la casa aún permanecía silenciosa. Estaba acostumbrada a las pesadillas con Kwang; de manera perturbadora, eran casi una tradición, venían a mí siempre que tenía alguna novedad, o cuando me sentía ansiosa por algún tema. Una parte de mí quería creer que esa era su manera de decirme que estaba al tanto y se mantenía cerca.

Kwang y yo fuimos mejores amigos, pero, más importante aún, almas gemelas. Suena tan trillado ese concepto, tan deslucido, pero esa noche en que nos conocimos en una fogata en la playa y no pudimos parar de conversar hasta la madrugada, supe con total certeza que él y yo éramos espíritus que debían permanecer cerca. Y así fue.

Durante diez años compartimos nuestras vidas como si hubiésemos nacido hermanos. Al año de conocernos, Kwang se animó a confesarme que era gay; yo tenía mis sospechas, claro, pero quería que él decidiera cuándo y cómo decírmelo.

Recuerdo lo nervioso que estaba: algo en él temía que yo no supiera manejar la noticia, o simplemente no quisiera hacerlo. Le dije que, si eso era posible, con esa revelación lo quería aún más, porque:

1) Podía pedirle que me acompañara al concierto de Lady Gaga.

2) No tendríamos nunca más que guardarnos secretos.

Miré la foto de los dos que tenía sobre mi velador. Habían pasado cuatro años desde su muerte, pero me hacía tanta falta como el primer día que ya no estuvo. Es irónico el espacio infinito que llega a ocupar la ausencia de alguien.

-Te caería bien Moon, Kwang-ssi, son muy parecidos -le dije a la foto.

Me dirigí a la cocina, me preparé algo de comer y luego me metí a la ducha. Tardé casi una hora en quitarme el peso de la pena de encima.

Agarré mi celular, revisé algunos correos seguidos por unos comentarios y posts en mi muro de Facebook, y por último, entré a Twitter. A esa hora, la red del pajarito consistía, en su mayoría, en noticias, versiones de opinólogos intentando ser agudos sobre aquellas noticias y hashtags impuestos por algún programa de radio. Te daba la sensación de estar rodeada de un montón de zombies necesitados de atención.

De repente, me quedé paralizada en un tweet.

De repente, me quedé paralizada en un tweet

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