Alex

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La tarde llega y no he tenido tiempo suficiente para procesar del todo, la información que las cartas me brindaron. ¿De verdad existe esa magia capaz de predecir el futuro? Porque anoche confesaba en voz alta que me siento preso en una torre de la que he escapado hace poco. Tampoco sabía que Nico creyera en rituales y tampoco me esperaba poder conocer por fin a mi suegra, que parece una muñequita antigua, de porcelana.

«El cambio ha llegado para quedarse. Pero no temas; es lo mejor que te podía haber pasado.»

Las palabras de Adel se me vienen a la mente. No quiero obsesionarme con la idea de que tenga razón, pero es que... Escuchar palabras positivas cuando las necesitas, calan demasiado en el interior.

Sacudo la cabeza y pongo los pies en la tierra. Nico y yo nos hemos reunido con Esther en el Parque Central para dar una vuelta antes de que anochezca del todo. El frío de las calles me congela y tengo que hundirme más en la chaqueta negra de Nico. Porque esa es otra; la chaqueta. Esa maravillosa prenda de tela que me viene grande y que él ha decidido que puedo apropiarme, para siempre.

Saco el móvil para comprobar si el número de llamadas perdidas del teléfono desconocido de esta mañana ha aumentado. La última vez que lo miré, hace unas dos horas, tenía quince notificaciones superpuestas entre ellas. Ahora tengo veinte. Empiezo a dudar en si debería cogerla, porque no creo que una persona cualquiera se esmere tanto en contactar con un chico como yo.

Suspiro, dejando el móvil de nuevo en el bolsillo del pantalón.

—¿Cuántas veces quieres que te diga que lo siento? Aquella chavala me rogaba con su mirada que fuéramos a divertirnos. Yo no podía decirle que no.

Dice Esther con cierto tono molesto, porque desde que nos hemos encontrado, Nico no ha parado de recriminarle que no estaba cuando la necesitaba. Aunque lo dice de broma porque sale esa sonrisa de medio lado que lo delata. Yo creo que Esther puede hacer lo que quiera y que si decidió irse, lo hizo bien. Presencié una batalla entre Nico y dos gamberros que lo único que querían era meterse con las personas como nosotros. Mi pareja acabó un poco mal por defenderme, concretamente. Tuvo la valentía de hacerles frente. Y lo que es peor; no me dejó ayudarlo. Me quería lejos para que no me pasara nada. Y yo solo me acercaba más cada vez que pedía distancia. Fue culpa mía.

La conversación cambia de manera repentina hacia nosotros. Esther quiere saber qué ha pasado esta noche.

—No ha pasado nada.

Le digo con la cabeza mirando en la otra dirección en la que no están ellos. Observo las copas de los árboles que se bañan de dorado con los últimos rayos de sol, en un hermoso atardecer de naranjas y rojos.

—¿Durmiendo con Nico «no ha pasado nada»? No me lo creo.

A veces se me olvida que como ella, no existe nadie más cabezona cuando tiene una teoría. No sé si ella ya sabía lo que Nico me confesó anoche en un momento en el que el pánico se había apoderado de mí. No fue el mismo pánico que el que siento cuando llegaba a casa y escuchaba desde la entrada, los zapatos de mi padre. Aunque no hubiera hecho nada malo, aunque hubiera sido puntual, esos pasos me atormentaban y me hacían temblar por dentro. El pánico que sentí en aquel momento con mi caballero, fue uno que llama «inseguridad» y que lo llena todo de dudas.

—Pues créetelo —me defiende Nico—. Aunque hubiera pasado algo, no creo que Alex sea partidario de compartirlo con los demás.

Giro la cabeza al escuchar mi nombre. Justo a mi derecha tengo a Nico, que me tiene cogido del brazo como si fuéramos dos eslabones. Esther se encuentra a su derecha, lejos de mí. Se echa un poco hacia adelante con el cuerpo para verme la cara.

AlexiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora