LA CRUEL MARTINA - CRECE CON CARACTER FRIO

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A los 14 meses, después de muchos ejercicios, Martina se plantó sobre los carnosos, sonrosados y menudos pies, y echó a caminar desde la cama hasta el rincón donde se conservaba la chicha en unos cántaros redondos de arcilla bermeja. El acontecimiento arrancó a tía Petrona un grito de alborozo que fue a perderse entre las espinosas pencas donde se abrían como canarios dormidos las amarillentas flores del tunal.

— ¡La Martinita se ha caminado sólita de repente! ¡Si no tiene más que una añito Martinita!

Al cumplir los cuatro años, el mismo día de su santo la llevó a confirmar ante el Obispo de la Diócesis, que a la sazón hacía su visita pastoral a la provincia y, para juntarlo todo en una sola fecha, le hizo también el umarutuku o corte del primer cabello. Apadrinaron el acto los esposos Méndez Rico, acaudalados yungueños de la calle Uyajti, ya que habían patrocinado su bautismo. Vestida de pollerín celeste, blusa blanca con adornos de encaje y zapatos de charol. Martina se despojó de la cinta rosada que ceñía su cabeza y entregó su oscura y sedosa guedeja a las hábiles manos del peluquero Tapia, que de inmediato le compuso hasta seis trencillas. El primer corte de tijera lo hizo el padrino don Serapio Méndez, depositando la primera trencita en una charolilla de plata con un tributo de cuatro libras esterlinas a cuyo brillo y sonido fascinadores recorrió entre los circunstantes un murmullo de aplauso y admiración. Luego la madrina doña Dolores Rico de Méndez cortó la segunda trenza y, cogiéndolas de su escarcela, depositó discretamente otras cuatro medias libras de oro, también inglesas. Los demás invitados principales dieron monedas de plata de un peso boliviano, hasta que el barbero procedió al corte total del cabello y afeite de la infantil cabeza, en el patiecillo de la casa.

Y entonces comenzó la fiesta: almuerzo, chicha, bailes y cuecas con música de armonio y violín. Martina retraída del juego bullicioso de chiquillos y chiquillas que habían llegado con sus padres, apareció luciendo sobre la pelada cabeza un vistoso pañuelo punzó de seda. Se entretenía con una petaquita de cuero, imitación de las grandes que las traían muchas de Santa Cruz. Una hermosa muñeca de trapo de importación europea que le regalaron ese día, la examinó con indiferencia y la arrojó a los conejos de la cocina alborotándolos con el exótico presente.

La niña fue creciendo robusta, mientras en la joroba de una pequeña vasija vegetal, tutuma, que le asignaron, lamía golosa el arrope blanco y el arrope rubio, keta y miskiketa subproductos de la chicha que tía Petrona resolvió fabricar en la casa. Los hartazgos inolvidables de Martina, hija de Tunas Molle fueron las de comer las tunas que producía la casa. Unas veces sola y otras con Santusa, la sirvienta, ya mozuela, perfeccionó la técnica de sacar el fruto de enojosa cobertura y extraer la codiciada pulpa.

En el verano llovedizo, el paraje totoreño a 2.800 metros sobre el nivel del mar, se encendía dulcemente. Tía Petrona bajaba con Martina y Santusa, a una poza del Supaychinkana y quedándose en camisa, entraba en el baño con sobresaltos nerviosos. Santusa rehuía la entrada, cobarde, probando el temple del agua con los pies una y diez veces, hasta que tía Petrona la animaba con una reprimenda. Martina se desnudaba sola y entraba con tranquila resolución a flotar en los brazos de una y otra chapoteando alegremente en el remanso.

Tía Petrona dio al antiguo negocio de doña Epifanía nueva jerarquía, de casa quinta, al instalar en el corredor una mesa larga donde venían a comer por lo menos unas dos veces por semana, grupos de personas dedicadas a alguna celebración. En poco tiempo se hicieron famosos los platos de pichón, de pato, picantes y asados de la tía Petrona que así pasó a vivir más holgadamente, aunque sin disfrutar de descanso alguno.

Martina pasó la infancia sin escuela y entró a la pubertad. Sus cabellos negros y lucientes, partidos por mitad de la coronilla a la frente, en dos trenzas, caían a sus espaldas de modelados hombros y alguna vez sobre sus pequeños senos redondos, apretados por un corpiño que moldeaba con temprana turgencia el busto. En realidad era mujer en solamente doce años. Su tez de retostada calidez, uniforme y tranquila, sus ojos oscuros, de pestañas rectas y de un mirar digno y apacible. Los domingos de misa obligatoria, iban con Petrona y Santusa, vestida de cholita lujosa con mantilla de flecos, pollera de terciopelo y zapatillas de charol con medias encarnadas. Llevaba en vez del reclinatorio de las aristócratas, una felpuda alfombra cuadrada con picoteada guarda de lana gruesa. Comenzó a divertirse tanto en carnaval, sin darse a la carne, como aplicarse a los oficios religiosos de la cuaresma. En pocos años alcanzó prestigio de ser una chola seria y distinguida.


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