LA CRUEL MARTINA - LA FIESTA

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Pasaron los años. La casita blanca de techo rojo perdió su aspecto coquetón y limpio, aunque no su carácter pintoresco. Las lluvias deformaron el techo y lavaron el blanco de las paredes. La cruz de palo de sauce, torcida y rajada, fue cediendo de su sitio y al cabo cayó sin que nadie se cuidará de reponerla. La plantación de tunas, emplazada en un terreno proclive al escurrimiento, se redujo a la mitad. Tía Petrona envejeció como la misma casa y se tornó enfermiza. Santuza se independizó a raíz del primer desliz que le trajo el primer hijo, y Martina, la hija de la olvidada Epifanía y del Tunas Molle, agotó adolescencia y juventud hurtando el cuerpo a la seducción y al casamiento con una terquedad de mula inconquistable. Los requiebros, los piropos y las proposiciones amorosas lejos de encenderla en ruboroso contentamiento, la encendían en furia incomprensible que se traducía por coléricas reacciones de agresiva torpeza. Al elogio, el insulto; a la alabanza, una ofensa. Y al atrevido que se avanzase con tocamientos lascivos o de simple exploración, bofetada, escupitajo y amenaza de usar un cortaplumas que llevaba en el bolsillo. Nadie podía con ella. El negocio de los platos criollos acabó por reducirse a una picantería con mesa y brasero a la puerta y apenas un cántaro de chicha cuya clientela formaban los vallunos de viernes y martes, fleteros que entraban al pueblo y salían de él por esa ruta. Empobrecieron. La cholita lujosa, dejo de ser tal. Pero en cambio en la modestia de sus ropas resaltaba el aseo personal, la limpieza. Ni zapatillas de charol, ni medias encarnadas, simplemente zapatos plebeyos de piso plano, pollera de franela y manta de algodón descoloridas. Sus manos, sus pies, su cara, toda su piel brillaba de jabón y agua, con una pálida tersura que atraía como el ámbar o como el marfil. Ciertamente la belleza dulce de su carne en madurez otoñal llamaba a los hombres para el amor. Al acercarse sólo encontraban humillación y desprecio. Tampoco aceptaba más de una o dos copas de chicha, ni le gustaban los bailes. Los choleros del pueblo, jóvenes platudos que explotaban este filón mestizo, acabaron por decir que Martina estaba enredada con el cura.

Un necio desahogo del despecho. El cura viejo tenía familia y Martina no era beata, mística en grado singular. Iba los domingos a misa y comulgaba por cuaresma. No era mala persona. Simplemente en su alma árida y desnuda de amores, no había germinado la planta de la ternura. Ni siquiera le simpatizaba el otro sexo. Por el contrario sentía en la sangre, en las entrañas vírgenes, un odio mortal a los hombres que parecía venirle, instintivo e incontrolable, con remoto impulso hereditario, del ancestro. ¿No habría sido así su madre? Tía Petroná no sabía explicar el caso pero profetizaba que podía sucederle lo que a su madre, tener un amante a la madurez.

—Mi comadre no era así, como ésta. Bailaba, reía, también se mareaba algunas veces. Era pues como cualquier mujer de este mundo.

Al cumplir Martina los 38 años, más o menos a la edad en que doña Epifanía encontró al Tunas Molle, en la casita de la cruz caída y de las tunas siempre verdes, se inició el drama capital de su vida. La Prefectura envió a Totora, a un flamante Corregidor, de apellido Ardiles, de 30 años a lo sumo, guitarrista, cantor, mujeriego y muy bien encarado sujeto, quien al punto en rueda de contertulios recogió el caso célebre de la inconquistable Martina. Ingenioso como era, dijo que por haber humillado, derrotado y hecho padecer sin misericordia a tantos pretendientes, la tal hija de Tunas Molle, debía llamarse la Cruel Martina. El remoquete fue celebrado y aceptado. Pero Ardiles, seductor profesional, soltero con tiempo y libertad para tal ejercicio, se juró en secreto rendir la fortaleza de Martina como primera hazaña de su corregimiento. Emprendió la campaña con los métodos corrientes. Copitas en la casa de tía Petrona, previo soborno. "El Corregidor nos visita con sus amigos". Martina se plantó desde la primera copa. Accedió a tomarla solamente a condición de que no le invitasen la segunda. Los dedos de Ardiles desgranaron en la desolada noche, los acordes llorosos de su sentimental guitarra, acompañando las coplas escogidas para el caso, todas alusivas a la crueldad de las enamoradas renuentes: "¿Imamanta chay sonqoyki, uchú kutana rumi-chu?"... que en dulce, insinuante, tierno y onomatopeyco quichua, quiere decir: "¿De qué es el corazón tuyo, acaso es la piedra de moler ají?" O el otro canto que sangraba doliente: "Sonqoytachus qhawaykuaj, llawar qhochapi waytasqan" que en lengua hispana diría: "Si miraras el corazón mío, lo vieras nadando en sangre", naturalmente todo por culpa del amor no correspondido. Se agotaron las coplas con la chicha y las manos de Ardiles se cansaron. Martina accedió a bailar con desmañados pasos dos o tres veces con los comparsas del Corregidor, pero precisamente a él se lo negó todo, categóricamente, sin eufemismos:

—No bebo porque ya no quiero. No bailo, porque no sé bailar ni me gusta—. El otro, chancero en estos lances de chichería, festejaba el mal humor de la chola, llegando a decirle de frente:

—Cruel Martina, eres de comienzo difícil, pero ya te ablandaré paso a paso, poquito a poco, en noches sucesivas. ¿No me recibirás cruel Martina?

Ella respondió impávida, en quichua:

—Venga señor Corregidor cuando quiera con sus amigos a tomar chicha, pero no a otra cosa.

—Ardiles volvía a la carga.

— ¿Te gustan mis canciones Cruel Martina?

—Son lindas, señor Corregidor.

—Entonces tengo esperanzas.

—Esperanzas conmigo no las tenga, caballero, ni siquiera con chanza.

El asedio fue continuo, y, era en sus impulsos cosa de astucia, lujuriosa y desvelada, de machismo provocado y tal vez de amor verdadero que ardía contra esa resistencia cruda y ruda. No pasaron tres meses desde el primer asalto, cuando el simpático Corregidor apareció con la cara vendada. Sus amigos asociaron el hecho a la campaña oficial en la calle del Diablo. No podía ser sino un puntillazo de la Cruel Martina. Ardiles se ufanó:

—No es muy grave. Me ha metido el cortaplumas en la mejilla hasta el hueso, pero yo terminé con ella.

— ¿Terminaste o comenzaste? ¿Cómo te supo la doncella? — le preguntaron sus amigos.

—Aunque estaba desmayada, me supo buena, limpia, sabrosa y con fragancia femenina.

Se supo que la octogenaria tía Petrona puso queja ante el Subprefecto y que Ardiles firmó acta de garantía para no pisar la casa de la Cruel Martina. Con esto, cayó prácticamente el telón sobre ella. ¿Que más daba el episodio? En efecto no daba más el episodio de una mujer extravagante. Y aquí terminara el relato si la historia no continuara. Vencida no por la tentación, sino por la fuerza, Martina se replegó en la soledad y el silencio hasta que la comadrona del pueblo le reveló el tremendo secreto de su maternidad involuntaria. Ignorante en absoluto de la fisiología del embarazo, sólo pudo percatarse a los cinco meses de haberla disfrutado Ardiles, a quien había herido instintivamente al recobrarse del desvanecimiento de la lucha que sostuvo luego de haber bebido el vaso de aloja dulce que le ofreciera el propio Corregidor.


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